Ese buen señor de barba

Edición: 
1092
La partida del Gordo Puchulu

Daniel Enz

El Gordo Puchulu esperaba cada viernes para retornar lo antes posible a su amado Concepción del Uruguay. Estaba por finalizar 1988 y Juan, Facundo y Atahualpa eran aún pequeños. “Me esperan para jugar a la carrera de autitos en el patio”, repetía el Gordo, con una sonrisa de oreja a oreja, mientras mostraba con algunos objetos cómo era la competencia, en la inmensidad de la vieja casona de los Marcó, que siempre congregó a diferentes generaciones. Ese amor por sus hijos fue una constante de su vida. Solamente lo podía superar esa ternura que tenía por Patricia, su esposa, a la que sus amigos siempre consideramos una verdadera santa.

Oriundo de Villaguay, proveniente de una familia rica de terratenientes (aunque los sucesores de alguna manera dilapidaron entre la noche y el juego casi toda la fortuna que disponían en tierras y ganado), desarrolló buena parte de su vida en Concepción del Uruguay, donde llegó para estudiar en el Colegio Justo José Urquiza y nunca más se quiso ir. No quería ser menos que otros egresados ilustres, como Julio Roca, Arturo Frondizi, Osvaldo Magnasco, Olegario Víctor Andrade o Fray Mocho. De hecho, el Gordo jamás hablaba de Villaguay, pero sí lo hacía con orgullo de “la Histórica”.

Puchulu iba y venía con Jorge Busti, su hermano de la vida. Se conocían de Córdoba, de la década del ’60. Ambos estudiaban Derecho, pero en diferentes universidades. Busti estaba en la estatal; Puchulu, en la Católica, donde también estudiaba Cristina Cremer. El ex gobernador lo conoció en la tradicional Peña Salako, donde se juntaban la mayoría de los estudiantes de esa época. Una noche de 1969, Busti iba caminando por el lugar y se sorprendió al escuchar a un joven que de manera efusiva y pasional recitaba parado sobre una silla, en medio de una ronda de universitarios, con una copa de vino en la mano, entre aplausos y algunos gritos folklóricos.

—¿Y ese quién es? –preguntó.
—Puchulu, de Concepción del Uruguay.
Esperó que ese flaco movedizo finalizara su intervención y se presentó como otro entrerriano en el lugar. Busti estaba en el Integralismo, que era más cercano al peronismo de izquierda; Puchulu, en una agrupación de centro derecha, que luego derivó en Montoneros, que también tenía como dirigente juvenil al ex vicegobernador Hernán Darío Orduna. Allí nació una amistad que perduró por décadas.

El Gordo se volvió a Concepción del Uruguay a principios de los ’70, después de entender que la abogacía no era lo suyo y decidió desarrollarse como periodista, aprovechando quizás esa buena voz que le dio la vida y esa mejor prosa a la hora de relatar vivencias, con pluma y papel. Nunca escribió a máquina y menos en una computadora. Siempre se negó a hacerlo. Con algunas de esas virtudes enamoró a Patricia Marcó, con quien se puso de novio en enero de 1972. Pero se tuvo que ir de la ciudad varios meses antes del golpe de Estado, porque le avisaron que había que borrarse, por sus vinculaciones políticas en Córdoba. Se instaló en un barrio muy pobre de Concordia y el día del golpe de Estado se escondió en lo de un familiar que residía en esa ciudad. Puchulu trabajaba con el nombre cambiado por seguridad; se hacía llamar Lucas González y le decía a todos que era empleado en la construcción de la represa de Salto Grande. Fue a fines de 1976 cuando se lo encontró a Busti en el bar céntrico, frente a la plaza. “Rajate de acá, Gordo, porque te van a entregar. Hay demasiados botones por estos wines”, le remarcó. El Gordo retornó a Concepción del Uruguay en los últimos días de 1976 e ingresó como locutor en LT11, la emisora estatal nacional. En semanas previas, su suegro se encargó de averiguar en ámbitos policiales si le aparecía algún antecedente y no encontró mayores novedades. Patricia lo había emplazado para contraer matrimonio y pudo resistir un tiempo.

—Está bien; me caso. Pero debe ser el 2 de agosto.
—Gordo, es jueves el 2 de agosto.
—De lo contrario no me caso.
Su mujer no tuvo margen para otro día.

Como buen vasco, Puchulu se empecinaba en determinadas cosas y no se movía un milímetro. Podía decir, por ejemplo, que tu día de cumpleaños era tal día y era como una sentencia. Todos los años te iría a llamar ese día señalado, te llevaba regalo o te invitaba a almorzar y no había margen para no seguirle el juego. Era así. Nunca conoció el mar, porque decía que era para la gente de alta alcurnia. Tampoco viajó al exterior, cuando tuvo cientos de oportunidades para hacerlo. Apenas conoció Asunción y Montevideo, en dos viajes oficiales.

No sabía conducir vehículos ni quería tener celular. No tenía obra social, ni agenda, ni tarjeta de crédito, ni de débito. Nunca fue al médico, ni al psicólogo y a lo sumo, quizás, podía hablar de temas personales con algún cura amigo y comprometido con su gente.

(más información en la edición gráfica 1092 de la revista ANALISIS del 20 de diciembre de 2018)

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