Claudia Martínez
(Especial para ANÁLISIS)
Afuera la lluvia arreciaba, y luego de las fotos de rigor, hechas en la plaza que tantas veces lo ve pasar, Julio Gómez, empleado de carrera del Instituto Audiovisual de la Provincia, se sentó en un bar a charlar con ANÁLISIS de su carrera y de su vida.
El clima era ideal. ¿A quién no le gusta ver cine un día desapacible? ¿O al menos hablar de eso mientras la gente afuera corre para tratar de esquivarle a la tormenta?
Julio primero llega disculpándose por el tránsito pero comienza a hablar a borbotones de todo lo que pasó esta última semana en La vieja Usina. “Siempre viví acá. Mi papá viajaba siempre porque era militar, así que estábamos de un lado para otro. Acá tenía mis abuelos maternos y todo siempre confluía acá. Viajamos por muchos lugares y la familia se arraigó en Paraná. Luego se quedó acá, una vez que comenzó a trabajar, por eso este es mi lugar”, dice. Su padre se jubiló “y se quedó acá”, cuenta en el comienzo de la charla.
Tiene 50 años, una esposa (Andrea Venturini) y dos hijos a los que adora. Nació en mayo del ´68 y según ello moviliza el espíritu de Mayo del 68, dice. “Porque uno piensa en unos ideales y son utópicos; y son ideales utópicos. ¿Qué habrá sido de mis padres en ese Mayo del ´68?”, se pregunta.
Julio estudió fotografía en la Asociación Entrerriana de Fotógrafos. Egresado de esa escuela que formó grandes profesionales en la provincia de Entre Ríos. Entonces corría el año ´95. “Con el cine empecé porque en mi casa había una cámara y mi papá filmaba todo, y yo estaba atrás. Mi viejo era socio de la Cinemateca nacional y todos los meses recibía por correo un envío en súper 8 de 3 minutos. Un rollito (hace el gesto con los dedos) de un resumen que tenía de todo: deportes, noticias… y uno elegía qué ver. Mi viejo elegía mucho qué era lo que nos gustaba más, deportes. Éramos pocos en familia. Vivíamos en Bariloche, no teníamos televisión, las radios que se escuchaban eran de Chile y esperábamos entonces ansiosos el sobre aquel que tenía tres minutos de imagen y sonido”.
—¿Esa fue tu primera relación con el cine?
—Claro. En mi casa había un armario que siempre estaba abierto, que tenía un proyector, tenía la empalmadora, la cinta de empalmar, tenía películas que mi viejo me regaló, las películas de Mickey Mouse, que creo que las vi miles de veces, pero me fascinaba eso de ver todo oscuro. Y proyectar en una tela, en una sábana. Ese camino lo seguí hasta que llegué a la secundaria y con todos mis compañeros estábamos ligados de una manera u otra a la producción audiovisual. Nosotros comprábamos una revista quincenal que se llamaba “Sin cortes”. Hacíamos preguntas y a la vuelta de correo, a los 15 días, nos las contestaban. Así aprendimos lo que es una sinopsis, cómo contar una historia, cómo armar una estructura narrativa, etcétera. Y después el hacer.
—¿Hiciste muchos cortos?
—Sí…hice muchos. Y después hice mucho documental y ficción, pero me dediqué mucho a documentales. Hice mucho tratando de aprender. Es el riesgo que uno toma al filmar. Siempre intenta que lo próximo sea lo mejor.
En aquella época tenía un amigo que es especialista en marketing, que se llama Marcelo Manucci, y hacíamos cortos. Con él hicimos un material que se llamaba Curioseando, que eran dos títeres que caían en una mesa donde había un andamiaje de producción audiovisual y tocaban todo. De pronto se encendía un proyector y se asustaban, y salían corriendo. Y todo era animación o stop motion, cuadro a cuadro. Terminábamos la escuela y volvíamos a la casa de él y estábamos semanas filmando, tratando de filmar un corto de un minuto o un minuto y medio, pero que tardaba semanas o casi un año en hacerse, porque había que revelar, se veía, se volvía a filmar, se mandaba a Buenos Aires o a Brasil, porque en Buenos Aires no había laboratorio. Hoy lo digital te lleva a ensayar en el momento, transferir, enviar… esto te llevaba tiempo.
(Más información en la edición gráfica número 1088 de la revista ANALISIS del jueves 25 de octubre de 2018)