La Aduana: un colador con la coima institucionalizada

Edición: 
1083
Anticipo del último libro de Enrique Vázquez

Después de dos semanas de evasivas y hacerse repetir hasta el cansancio que su nombre permanecería oculto, el Delegado aceptó hablar. En represalia me citó un domingo de invierno a las 10 de la mañana en el McDonald’s del kilómetro 72,5 de la Panamericana, sobre el cruce con la ruta provincial 6. “Tengo que verificar un barco que llega el sábado a la noche”, puso como excusa. La ruta 6 desemboca en el puerto de Campana. Sonó creíble.

Al llegar, una empleada de uniforme pasaba el escobillón por el pasillo divisorio. A la izquierda había cuatro chicas destartaladas sobre una especie de barra; por el maquillaje y la indumentaria imaginé que venían de bailar. Hacia el fondo del sector derecho, salpicado de mesas polícromas y vacías, una pareja mayor conversaba junto a la ventana que da a la Shell y más cerca de la puerta masticaba un señor semicalvo de entre 45 y 50 años que al verme hizo una seña. No se levantó, aunque tuvo la delicadeza de limpiarse la mano con la servilleta antes de saludar.

—Te gugleé —dijo en lugar de “mucho gusto”.

Faltaban todavía unos minutos para las 10 y sin embargo el Delegado ya estaba terminando una apestosa hamburguesa con panceta y huevo. Le elogié el hígado.

—Es lo mejor para el desayuno, los yanquis saben de esto —argumentó.

Nadie se acercó para preguntarme si quería tomar algo. Saqué libreta y birome mientras lo tranquilizaba por enésima vez sobre la preservación de su anonimato.
Pregunté, para encauzar la conversación, a qué nos referimos cuando hablamos de la Aduana. Me miró fijo, terminó de masticar y expuso como ante una mesa examinadora:

—Es una entidad cuya función principal consiste en preservar la salud pública.

No había ido un domingo a las 10 de la mañana hasta Campana para que un representante de los empleados estatales más identificados con la coima y la corrupción me quisiera versear, dicho en argento básico. Escribí tal cual la respuesta para que él viera que yo cumplía con mi parte del acuerdo y volví a preguntar:

—Ahora en serio: ¿qué es concretamente, para usted, la Aduana?

—¿Vos creés que te contesté en joda?

—Sí.

—¿Sabés la cantidad de epidemias de dengue que evitamos nosotros durante
la Presidencia de Menem? El Turco fue el único presidente del mundo que aceptó en carácter de “donación” cubiertas usadas —de autos, camiones y tractores— provenientes de los Estados Unidos. Nosotros impedimos la descarga porque las cubiertas habían acumulado agua en el interior, y ya se sabe que en el agua estancada es donde desovan los mosquitos. Cuando abrimos el primer contenedor salieron millones de mosquitos. Cerramos ese y nos negamos a abrir el resto. Los yanquis, que ya no saben qué hacer con montañas de neumáticos usados, se los tuvieron que llevar de vuelta. Otras donaciones que habitualmente recibimos de allá son ambulancias. Los hospitales privados norteamericanos, para conseguir descuentos impositivos, nos mandan ambulancias viejas, chocadas o con licencia vencida: ni se molestan en limpiarlas. Llegan con sábanas manchadas de sangre, desechos patológicos, materiales contaminados, jeringas y agujas tiradas en el piso...

Hice un gesto que él interpretó como peyorativo.

—Vos te reís, pero acordate que nosotros mandamos de vuelta un buque tanque francés cargado con caca humana que pensaban usar de relleno en la provincia del Chubut.

Recordé, con escasa precisión de fechas y circunstancias, aquel episodio de país subdesarrollado, y pensé en los pobres marineros de ese barco, condenados a respirar durante todo el cruce del Atlántico la hediondez equivalente a mil o dos mil camiones “atmosféricos”.

—¿Qué pasó con ese carguero?

—No sé, pero nos pusimos de acuerdo con Prefectura y no le permitimos entrar al puerto.

—Volvemos a que no son una institución corrupta sino una entidad de beneficencia.

—No, no. Tampoco eso.

—Para no seguir dando vueltas: ¿hay gente honesta dentro de la Aduana?

El Delegado ni parpadeó:

—Si hay alguno, yo no lo conozco.

***

Es una pena que acotemos este trabajo a la Aduana porteña, porque ejemplos de enriquecimiento individual y empobrecimiento colectivo abundan en algunas aduanas de provincias feudales. Está el caso de un gobernador eterno que acrecienta su incalculable patrimonio cada vez que algún funcionario creativo establece reembolsos a las exportaciones no tradicionales. En una época, el producto beneficiado fue la leche en polvo.

El gobernador, dueño de supermercados, estaciones de servicio, concesionarias de autos y todo lo que uno pueda imaginar, es dueño también de una discreta flota de canoas. Y con las canoas realiza lo que se llama “contrabando calesita”: cuando fue lo del reembolso a la leche, hacía transportar cajas de leche en polvo al país de enfrente, las dejaba 24 horas en un depósito y las traía de vuelta sin pasar por la Aduana. Después las canoas volvían a salir hacia la otra orilla con la carga intacta, llenaban el formulario para que constara el peso y las dimensiones de aquello que luego obtendría el reembolso, los funcionarios aduaneros consignaban cada salida y se repetía la operación: un día en el depósito y vuelta a casa. Así estuvieron los canoeros cruzando el río todos los días con la misma carga, hasta que cesó la “promoción” dispuesta por algún genio del Ministerio de Economía de la Nación.

Con esas vueltas de la calesita, el Estado nacional se desprendió de varios millones de pesos que fueron a parar a las cuentas del gobernador vitalicio.
El mismo gobernador sorprendió a los agentes aduaneros cuando dispuso importar rastrojos provenientes del país que está del otro lado del río. Llegaban las canoas al muelle y descargaban una tras otra montones de carretillas repletas de pasto seco. Los aduaneros pinchaban los rastrojos y no encontraban nada que estuviera oculto debajo. A los pocos días descubrieron la trampa en el supermercado del Dueño de Todo: el producto contrabandeado eran las carretillas. Quizás no se dieron cuenta de que todas eran nuevitas, porque además de cobrar sus tres sueldos adicionales, el gobernador les engorda periódicamente la billetera.

Resulta inevitable asociar el ejercicio de la suma del poder, o períodos dilatados de ejercicio del poder, con la corrupción aduanera. Aquí cabe como en ninguna otra circunstancia aquello de que “el poder corrompe, y el poder absoluto corrompe absolutamente”.

En la Argentina hubo dos períodos de poder absoluto -cuando una misma persona detenta el Poder Ejecutivo y designa a su arbitrio a los jueces, mientras elimina o controla al Congreso y ejerce violencia represiva para abortar cualquier intento de oposición-: el rosismo y la dictadura 1976-1983, autodenominada “Proceso de Reorganización Nacional”.

Durante “el Proceso” la Aduana estuvo seis años a cargo del almirante Juan Carlos Martínez, subordinado al almirante Emilio Eduardo Massera y primo del general Carlos Alberto Martínez, que de la Jefatura II Inteligencia del Ejército pasó a manejar la siniestra SIDE.

Fue un período particularmente oscuro, en el que los militares gozaron de total impunidad, extendida mucho más allá de la represión ilegal. Poco y nada se sabe de contrabandos en esa época, porque en el periodismo y en los tribunales prevalecía el sano criterio de no meterse. Pero algunas groserías alcanzaron una dimensión tal que fue imposible ocultarlas. Quizás la mayor, en materia de contrabando con anuencia de funcionarios estatales, fue la creación del parque de diversiones “más grande del mundo”, el Interama.

A principios de 1977, en plena furia del terrorismo de Estado y cuando los militares aparecían metidos en todo -en los ministerios, en sustitución del Congreso, a la cabeza de los sindicatos intervenidos, en los clubes de fútbol, en el directorio de los Bancos y por supuesto en sociedades anónimas-, el intendente de la Capital Federal, brigadier Osvaldo Cacciatore, llamó a licitación para erigir un “parque zoofitogeográfico y de diversiones” en el gigantesco predio de Villa Soldati que hasta ese momento se conocía como Parque Guillermo Brown. La flamante sociedad “Parques Interama SA” ganó el concurso. Su directorio estaba integrado por gente de abolengo como Alberto Gourdy Allende, Luis Juan Bautista Piatti, Diego Carlos Carballo Quintana, el brigadier Hugo Martínez Zuviría y el general Mario Horacio Laprida.

Lo de “zoofitogeográfico” fue rápidamente dejado de lado y los “emprendedores” se concentraron en un parque con entretenimientos mecánicos para niños y adultos, en cuyo centro se levantaría una torre de 220 metros de altura, coronada por un restaurante giratorio que sería “el observatorio natural más alto de toda América Latina”.

No viene al caso que el restaurante no haya girado jamás ni que la empresa haya incumplido más de la mitad de los compromisos asumidos al presentarse a licitación. A los fines de nuestra historia aduanera sirve que “Parques Interama SA” haya constituido una empresa gemela en Suiza, Intamin AG, que tuvo a su cargo la adquisición de los juegos mecánicos para luego revendérselos, con una sobrefacturación que decuplicaba el costo original, a su hermana porteña. Colateralmente, y gracias a las influencias de sus socios militares en el ámbito aduanero, introdujeron de contrabando la mayor parte de los equipos. En la revista Humor publicamos la factura presentada a la entonces Municipalidad por un carrito pochoclero: 10 mil dólares.

(Más información en la edición gráfica número 1083 de la revista ANALISIS del jueves 9 de agosto de 2018)

Gustavo Bordet aseveró que no tiene nada que ver con los hermanos Tórtul, investigados en una causa por corrupción que lleva adelante la jueza federal Sandra Arroyo Salgado.

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