Una interpretación del macrismo

Edición: 
1076
Anticipo del libro “¿Por qué?”, de José Natanson

Por José Natanson

Los varones de traje pero sin corbata, camisa celeste, rosa o blanca, tonos pastel, las mujeres casual, elegantes sin exagerar, incluso de jeans, tacos bajos. Salen a bailar, revolean los pañuelos, hacen pogo, el trencito. Los globos multicolores vuelan desde el palco y rebotan sobre el público, que se estira para tocarlos con las yemas de los dedos. Tras varias horas de ansiedad contenida, con las baterías de los celulares agotadas, los cargadores de repuesto también vacíos, malcomidos por la tensión –una medialuna fría con jamón y queso manoteada hace varias horas, un vaso de gaseosa diet alcanzado por un asesor–, los dirigentes del macrismo por fin se liberan. Aplausos. Besos en las mejillas. Abrazos. El DJ va subiendo el volumen; mezcla éxitos de cumbia con viejos clásicos del rock nacional y guarda para el momento clave “Ciudad mágica”, el hit de Tan Biónica, la banda ícono de los búnkeres PRO. Las pantallas clavadas en TN muestran los números. Los zócalos lo confirman. Cada punto se festeja.

En cualquier momento aparecen: María Eugenia, Horacio, Gabriela…
¡Mauricio!

El estilo elegido por el macrismo para poner en escena su alegría –la estética de su euforia soft– nos eriza. Buscando explicaciones, encuentro que los diccionarios de medicina definen como “dentera” o “tiricia” un movimiento instintivo de rechazo en el sistema nervioso autónomo, el que controla las reacciones involuntarias del organismo, que se manifiesta en la piel y a través de una desagradable sensación en los dientes y las encías: los cubiertos que chirrían sobre un plato de loza, el roce de la suela de algunos zapatos contra el suelo, dos de peligro: es el eco de ese tono agudo, las ondas de alta frecuencia de la antigua señal de alerta, lo que hoy nos genera esa necesidad irreprimible de taparnos los oídos, movernos en la silla, salir corriendo de allí.

Este libro es un intento por superar la dentera que nos produce la contemplación alucinada de los festejos del macrismo para analizar los motivos profundos de su eficacia política. ¿Qué astucia de qué razón permitió que un integrante del jet set de revistas del corazón, dotado del acervo cultural de un periodista deportivo promedio y acostumbrado a expresarse con la inconfundible fonética de las clases altas de zona norte, se convirtiera en presidente de un país con una fuerte tradición de clase media ilustrada, una arraigada memoria igualitarista y una pulsión plebeya a prueba de dictaduras y represiones? ¿Qué hizo que Macri ganara primero el gobierno de una ciudad como Buenos Aires, autoconcebida como culta y progresista? ¿Cómo se explica que haya logrado ser reelegido y validado electoralmente una y otra vez hasta el punto de imponer a Horacio Rodríguez Larreta, verdadera cabeza de su gestión pero carente de cualquier rastro de carisma, como su sucesor? ¿Cómo hizo para traspasar las fronteras de la General Paz y romper la idea de que el suyo era un liderazgo importante, sí, pero municipal y de vuelo corto? ¿Cuáles son las razones que lo convirtieron en el primer presidente ni radical ni peronista democráticamente elegido de la Argentina? ¿Cómo hizo para construir el primer gobierno de élite de nuestra historia? ¿Por qué consiguió revalidarse en las elecciones de 2017? Y, finalmente, ¿cómo logró despejar el fantasma de la ingobernabilidad –el síndrome del helicóptero– y mantenerse en el poder hasta el punto de avanzar en la construcción de una nueva hegemonía?

Para responder estas preguntas es necesario reprimir el reflejo subestimador que a menudo nubla nuestra visión y hacer un esfuerzo por entender las angustias, los miedos y los deseos con los que logró conectar. El macrismo no es un accidente histórico ni una simple operación de marketing político, un invento de las noches psicodélicas de Jaime Durán Barba: es el signo de corrientes sociales profundas. Más allá de sus éxitos o fracasos como gobierno, más allá de si deja finalmente una huella equivalente a la de Alfonsín, Menem y los Kirchner, su ascenso es la expresión de una serie de mutaciones que vienen ocurriendo en nuestra sociedad desde hace décadas.
Las primeras páginas de este libro analizan el proceso de nacimiento y ascenso del macrismo hasta su victoria en las elecciones presidenciales de 2015. Como la política funciona a menudo como un espejo, dedico el primer capítulo a entender el declive del kirchnerismo, que comenzó cuando Cristina Fernández obtuvo su reelección con un porcentaje aplastante de votos y, a partir de la idea de que el 54% era un dato tallado en la piedra de los tiempos y no una realidad social contingente, lideró un improbable “populismo de minorías” que no logró evitar el estancamiento económico, el amesetamiento de los formidables avances sociales alcanzados hasta ese momento y un resquebrajamiento de su coalición política, todo en el marco de una sobrecarga del relato que pretendía compensar estos déficits pero que sólo conseguía hacerlos más visibles (y más enojosos).

El segundo capítulo describe el proceso de construcción del macrismo, cuyo origen se remonta a la crisis de 2001, cuando un conjunto de personas que hasta ese momento se habían mantenido alejadas de los asuntos públicos –incluido el propio Macri– decidieron crear un partido nuevo. Formado por empresarios, gerentes y profesionales de ONG, el macrismo se fue consolidando, a lo largo de una década de rápida expansión, como una fuerza política basada en una serie de dicotomías (vieja/nueva política, improvisación/equipos, populismo/república) que terminaron por convertirla en la principal referencia del antikirchnerismo, que a esa altura ya era la identidad más fuerte de la escena política argentina.

Desde un comienzo, Macri se propuso evitar el camino de la derecha argentina tradicional y elaboró una propuesta pragmática y ambiciosa: como los bolcheviques, un partido de cuadros orientado a la toma del poder.
Los siguientes capítulos intentan explicar su éxito.

En primer lugar, la construcción de candidatos capaces de expresar los valores del “hombre común” le permitió al macrismo acortar –o al menos hacer soportable– la distancia entre una sociedad desigual y empobrecida y una fuerza política integrada, en su mayoría, por personas provenientes de los sectores más privilegiados, que además son en general varones, porteños y de mediana edad.

Más en concreto, le posibilitó a Macri dejar atrás su imagen de empresario, al fin y al cabo la ocupación a la que había dedicado la mayor parte de su vida, y reemplazarla por la de ingeniero, profesión que nunca ejerció realmente (por eso la imagen del constructor de puentes es verdaderamente metafórica –salvo que lo diga como contratista del Estado–).

Además de políticos empáticos, el macrismo ofrece un mundo de igualdad de oportunidades, la única idea más o menos abstracta que el presidente acepta incluir en sus discursos y el principal argumento de –digamos– su filosofía política. Con una larga y muy rica tradición en el pensamiento liberal, esta perspectiva conecta con el ideal inmigrante de progreso sobre la base del esfuerzo individual que está en el origen de la Argentina moderna (la movilidad social ascendente condensada en el mito de “M’hijo el dotor”), y sintoniza con el “neoliberalismo a nivel molecular” que sobrevive en gran parte de la sociedad.

Aunque por supuesto disputa la sensibilidad de los argentinos con otros valores más colectivos y solidarios, la perspectiva de la igualdad de oportunidades está dotada de una enorme potencia simbólica y ha encontrado en el “trabajador meritocrático” el sujeto social capaz de encarnarla. Pero tiene su lado oscuro: al encubrir un desdén apenas disimulado hacia quienes requieren asistencia estatal, logra hacer más tolerables decisiones y políticas que conducen a una sociedad más injusta (incluso si no es lo que se propone). Pero funciona. Y encuentra en la noción de emprendedorismo su traducción a biografías individuales de éxito. Con su aire romántico de aventurero del mercado, el emprendedor marca un contraste con la desgastada figura del empresario explotador o del rentista haragán y, en un mágico pase de manos, le devuelve legitimidad al capitalismo en su versión globalizada del siglo XXI, aunque en el proceso produzca un desplazamiento del foco de la responsabilidad tan sutil como perverso: bajo este nuevo paradigma individualizante, si una persona no consigue trabajo o no logra superar la pobreza no se debe a que el sistema la explote o la excluya sino a que no se esfuerza, no es creativa o no innova; no invierte en sí misma. El macrismo proyecta jóvenes universitarios que crean apps en oficinas vidriadas con sillones blandos, pufs y mesas de pingpong, y la realidad le devuelve la imagen de ex obreros industriales que se las rebuscan con una panchería.

La invocación a los valores posmateriales es otro gran recurso de seducción.
Como en el Primer Mundo, también en la Argentina existe un sector de clase media y alta que, con sus problemas de alimentación, vivienda y seguridad básicamente resueltos, reorienta sus preocupaciones hacia cuestiones relacionadas con la autoexpresión, el disfrute y la autonomía, sean estas individuales (la autorrealización personal, el reconocimiento de la identidad y la búsqueda de una mejor calidad de vida a través del ejercicio, la meditación y el yoga) o solidario-colectivas (los ecologistas que reciclan latitas, los adoradores de mascotas que rescatan perros sarnosos y los veganos que defienden los derechos humanos de los camarones y los pollos). Con un discurso de defensa del medio ambiente que no se traduce en políticas que cuestionen el modelo de producción que lo destruye y un estilo new age que tiñe de una tonalidad vagamente mandeliana el modo ultraestudiado de presentarse ante la sociedad, el macrismo cultiva un aire cosmopolita y moderno que le permite conectar con un sector importante de los argentinos. No es su única cara, porque también tiene una faz conservadora y hasta reaccionaria, que asoma sobre todo en situaciones inesperadas, de desequilibrio o crisis, pero es la que prefiere mostrar.

Todo esto confirma que estamos ante un gobierno que detecta, interpreta y explota una serie de tendencias sociales preexistentes, que estaban allí desde antes de que el propio Macri se decidiera a lanzarse a la política, desde la dictadura y el menemismo. Es importante subrayar este punto, una de las tesis de este libro: el macrismo no arroja bombas desde aviones que sobrevuelan a diez mil pies de altitud, sino que disputa la racionalidad en el teatro de operaciones del sentido común, al que examina mediante todas las herramientas disponibles y sobre el que está dispuesto a dar casi diríamos una batalla cultural: el macrismo es un ejército de infantería.

Puede resultar incómodo, irritante y hasta doloroso, pero aceptar que el gobierno interviene en –y viene ganando– la disputa por la subjetividad social es un paso fundamental para entender su éxito. Hasta el momento, las miradas críticas sobre el macrismo tendieron a concentrarse en aspectos como la corrupción, los efectos regresivos del plan económico o la distancia entre su discurso edulcorado y la realidad pura y dura de sus políticas. Aunque se trata de planteos pertinentes y en algunos casos valiosos, mi impresión es que no alcanzan para explicarlo (y que no se proponen superar el rechazo que les produce sino reforzarlo). Por eso aquí intento un abordaje distinto, que no apunta a denunciar al gobierno ni a desenmascarar la perversidad de su alma verdadera, sino a explorar los motivos que hicieron que una mayoría de la población se decidiera a apoyarlo: este es por lo tanto un libro sobre el macrismo pero también sobre la sociedad.

Para ello, hice algo que la crítica del macrismo en general se resiste a hacer: conversé con sus funcionarios y dirigentes, en especial con aquellos que dedicaron algún tiempo a pensarlo, que no son muchos. Leí sus libros, los entrevisté, compartí almuerzos, varios cafés; en otras palabras, me los tomé en serio. Así, Marcos Peña me explicó qué es el círculo rojo, Durán Barba me reveló su fascinación por los youtubers, Pablo Avelluto argumentó por qué piensan que no tiene sentido acordar un pacto al estilo Moncloa, Hernán Iglesias Illa describió el tipo de sociedad que imaginan, Iván Petrella me explicó que no les interesa ocupar el centro de la escena y Alejandro Rozitchner me dijo que Macri, como él, tuvo que lidiar con un padre fuerte, arbitrario y yoico.
Como todo oficialismo, el actual ha establecido una división del trabajo: un sector –integrado entre otros por Rogelio Frigerio, Emilio Monzó y Federico Pinedo– se dedica a construir las mayorías parlamentarias, a presionar a los gobernadores e intendentes opositores y a administrar la coalición con el radicalismo, tareas inherentes al ejercicio del poder que se desarrollan siguiendo el conocido método de los adelantos de coparticipación, el ahogo fiscal y la discrecionalidad en la asignación de la obra pública; es decir, de manera no muy diferente de otras experiencias del pasado. Los ministros, por su parte, gestionan sus respectivas áreas, supervisados por los dos secretarios de coordinación. No me detengo aquí en ninguno de ellos, salvo para ilustrar algún argumento, sino en el grupo que a mi juicio expresa la verdadera novedad del macrismo como fenómeno político, el que lidera Marcos Peña, el principal artífice del ascenso, e inspira Durán Barba, el gran teórico de las mayorías despolitizadas. Este ejercicio de contacto directo con la dirigencia macrista implicó un esfuerzo. Ocurre que, a diferencia de mis últimos libros, enfocados respectivamente en la izquierda latinoamericana, la repolitización global de los jóvenes y el ascenso geopolítico de Brasil –cosas que me provocaban sobre todo simpatía–, me concentré aquí en un fenómeno del que me siento lejos y al que observo con una mirada muy crítica. Así y todo, traté de no caer en el vicio del analista que se enamora de su objeto de estudio e intenté ser frío, nunca concesivo: entender no implica justificar.

Para subrayar mi punto de vista dedico el capítulo final a una caracterización ideológica del macrismo. Sostengo allí que la orientación general de su programa económico, el cuadro de ganadores y perdedores que da como resultado, la concepción de la política social como una red de contención mínima antes que como una estrategia de ampliación de derechos, el giro primermundista en materia internacional y los intentos por imponer contrarreformas regresivas en diferentes áreas de la administración, junto con la concepción liberal e individualista de la sociedad, confirman que el de Macri es un gobierno de derecha, cuyo legado será una Argentina más desigual y egoísta, menos popular y solidaria.

Pero esto no lo convierte en una reedición de la dictadura, ni siquiera del menemismo. El macrismo es, y este es uno de mis principales argumentos, un fenómeno político nuevo, y de ese modo debe ser visto. Por ejemplo, el gobierno mantuvo a Aerolíneas bajo control estatal, logró un aumento del número de pasajeros transportados y descartó la propuesta ultraliberal de avanzar en una política de cielos abiertos y eliminar las bandas de precios, pero adoptó una serie de medidas de apertura mediante el ingreso de las low cost y decidió una reducción de subsidios que en el futuro podrían amenazar el rol de la aerolínea de bandera. En otras palabras, avanzó en la desregulación del mercado aerocomercial sin caer en una privatización lisa y llana. Otro ejemplo, más delicado aún: el macrismo desplegó una serie de políticas regresivas en materia de derechos humanos, tolera a funcionarios negacionistas que provocan con discursos pre-Nunca más y avaló –en un primer momento– el fallo del dos por uno de la Corte Suprema, pero no frenó los juicios, ni indultó a los represores, ni respaldó los planteos de los familiares de las víctimas de la guerrilla que le reclamaban tratar esos casos como delitos de lesa humanidad. La reversión no implicó una estrategia de impunidad global al estilo menemista.

En suma, para caracterizar al macrismo es necesario cambiar el estilo impresionista que a menudo oscurece los análisis e intentar un trazo naturalista más clásico, así sea por una cuestión de estrategia: su ascenso se debe en parte a la dificultad de sus adversarios para definir adecuadamente la criatura política que tenían enfrente. El problema del dichoso eslogan “Macri, basura / vos sos la dictadura” no es sólo que sea falso en términos históricos; es que se demostró políticamente inconducente, como confirmaron los resultados de las elecciones presidenciales de 2015 y como ratificaron las legislativas de 2017, en las que el gobierno consolidó su dominio electoral y fortaleció la impresión de que está logrando construir una nueva hegemonía, entendida en su sentido más básico, el que Gramsci elabora a partir de Lenin: la capacidad de un grupo de asumir la conducción político-moral de la sociedad y transformar sus valores en los dominantes.

Queda, por último, el debate acerca del carácter democrático de la derecha macrista, disparado en buena medida por una nota que publiqué en agosto de 2017 bajo el título “El macrismo no es un golpe de suerte”,[1] que generó una avalancha de réplicas y abrió una interesante discusión pública. Dedico al tema un capítulo, pero adelanto aquí la idea: creo, como escribí en aquel momento, que vivimos en una democracia, y si me animo a seguir sosteniendo semejante excentricidad es porque al cierre de este libro las autoridades públicas se elegían en comicios libres, competitivos y sin proscripciones, el gobierno tenía minoría en el Senado y no llegaba al quórum propio en Diputados, tres de los cinco miembros de la Corte Suprema habían sido designados antes de su asunción, la Auditoría General de la Nación seguía a cargo de un opositor y los derechos de asociación, reunión y libertad de expresión se ejercían, en términos generales, libremente.

Por supuesto, diversas decisiones del macrismo afectan la calidad institucional, desmienten su supuesta vocación republicana y, en algunos casos, resultan claramente autoritarias, como el intento de nombrar dos jueces de la Corte por decreto, las reglamentaciones que alteran el espíritu de diversas leyes y la interferencia sobre la justicia. Podríamos señalar otros derrapes, pero el punto más grave, el que marca una diferencia más clara con los ciclos políticos anteriores es el manejo de la protesta social: la posición oficial frente a la detención ilegal de Milagro Sala y el apoyo –o el encubrimiento– a las fuerzas de seguridad en los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel se suman a la represión indiscriminada y las detenciones arbitrarias que acompañan frecuentemente los actos y las movilizaciones públicas.

¿Alcanza esto para hablar de dictadura, Estado policial o régimen de excepción? Como resulta difícil sostener semejante cosa, los críticos más duros caen en fórmulas raras y tortuosas, como aquella que sostiene que el macrismo no es ni una dictadura ni una democracia, lo que equivale a no decir nada. Por supuesto que entre el Estado de derecho más perfecto y el totalitarismo más absoluto hay un continuum de grises, pero un debate serio exige consensuar algún tipo de categoría que permita establecer una frontera, decidir cuándo una democracia se transforma en otra cosa. Si un régimen político se define como el conjunto de instituciones y reglas que regulan la lucha por el poder y su ejercicio, parece excesivo afirmar que el actual gobierno ha producido un quiebre total, un punto de inflexión tan rotundo que lo hace completamente diferente de los anteriores; en suma, que constituye una no democracia.

Pero para llegar a esa conclusión es necesario recorrer un largo camino y volver, superando la dentera, al principio, al momento epifánico del macrismo, que por más bizarro que nos parezca tiene su lógica. ¿Qué hacen los peronistas cuando festejan, cuando la felicidad los desborda? Cantan la marcha, golpean los bombos, se acuerdan de Perón y de Evita, según la facción de que se trate evocan la Resistencia, la gloriosa JP, a Lorenzo Miguel, a Saúl Ubaldini, vamos a volver. ¿Y los radicales? También tienen su marcha: “Adelante, radicales / adelante sin cesar”; es menos inspirada, es cierto, pero existe. Y tienen además las boinas blancas, aunque ya casi nadie las usa. En todo caso, se acuerdan del 83, del Alfonsinazo, del Juicio a las Juntas, de la réplica a Ronald Reagan en la Casa Blanca (¡en la Casa Blanca!). Ocurre en cambio que los dirigentes macristas no pueden apelar a tradiciones que nunca tuvieron, ni evocar un pasado que no existe. Sin más historia compartida que un origen de clase común, desprovistos de triunfos heroicos más allá de sus regulares victorias capitalinas sobre Daniel Filmus, sin panteones ni epopeyas que rememorar, defensores al fin y al cabo de una épica antiépica, los representantes del macrismo recurren, al igual que todo ser humano en momentos de alegría o angustia, a lo que tienen más a mano, al universo cultural de su memoria emotiva, que los reenvía a los casamientos, las fiestas de 15 o los tercer tiempo de la adolescencia. Y entonces dejan volar los globos.

(Más información en la edición gráfica número 1076 de la revista ANALISIS del jueves 19 de abril de 2018)

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