La oculta batalla de los monstruos

Edición: 
1073
Lectura de la última novela de Ricardo Romero: El conserje y la eternidad

Por F.K.

Romero ha publicado títulos como Historia de Roque Rey, El spleen de los muertos, El síndrome de Rasputín, La habitación del presidente, por solo nombrar algunas de los reconocidos y sin criterio alguno. En las últimas semanas ganó el Primer Premio del Concurso de Letras organizado por el Fondo Nacional de las Artes con su novela Yo soy el invierno.

Pero volvamos a El conserje y la eternidad. A lo largo de los últimos años el monstruo que se ha configurado desde diversas narrativas (cuentos y novelas pero más fuertemente desde el cine y series de tv) es el Estado. Romero lo demuestra cuando elige fechas que recorren épocas oscuras de la historia argentina, donde el monstruo clásico, el vampiro relator, pasa a un segundo plano, cede terreno, se pliega ante el avance del monstruo excesivo. Con la simpleza de llamarse Juan y de trabajar como portero, el vampiro trabaja en oficinas en 1955, en un hotel en 1982, y en un edificio de departamentos en 2001. Lo que sucede más allá de los límites de esos espacios importa poco pero el monstruo del Estado se las arregla para invadir los rincones mínimos de estos lugares transitados por gente que va y que viene, que se acerca y que guarda una distancia con ese conserje que no saben eterno.

Accedemos a la historia de Juan porque él se la relata a nadie a través del registro en un diario íntimo, los detalles se urden desde la voz protagonista, de la primera persona que se construye casi patética en su cotidianeidad de empleado y no desde la opulencia en la que acostumbramos encontrar a los vampiros. Por eso los problemas de Juan no tienen que ver con su categoría de monstruo sino que están más ligados a los problemas del escritor, hay más peso en lo poético que en las acciones.

Tradicionalmente, el vampiro aparece de dos maneras antagónicas desde lo estético. Por un lado el monstruo deforme, el muerto que regresa con todas las características del muerto: la putrefacción, la suciedad, la falta de actitudes y formas propias del humano. Esta forma está más ligada a los vampiros que aparecen en la literatura inicial, hace siglos. Por el otro lado aparecerán los vampiros bellos, monstruos que son más lindos y que poseen más vida que los humanos. Juan está parado firmemente en el medio de estas categorías, a simple vista es normal y corriente. A simple vista. A partir de los años ´90 con la aparición y el éxito de la Crónicas Vampíricas de Anne Rice, comenzaron a emerger diferentes mitologías acerca de los vampiros tanto en la televisión como en el cine, basadas en novelas o no. Cada una de estas interpretaciones diverge, en algún punto, del mito base iniciado por las narraciones rusas y griegas y acentuadas desde el Drácula de Bram Stoker. Veamos:

Mito 1: El vampiro no se refleja en los espejos. Juan escribe: “Apareció en el hall de entrada, ante mí, por la puerta que disimulan los espejos. Porque sí, hay puertas en los espejos, convivo con ellas todas las noches”. No sólo hay un espejo, hay una pluralidad de ellos.

Mito 2: El vampiro puede transformarse en murciélago. No es el caso del personaje de Romero ni de las narrativas del siglo XXI: la metamorfosis le quita “humanidad” a un personaje del que queremos conocer su intimidad más allá de su carácter monstruoso.

Mito 3: El vampiro siempre está solo y cuanto más recluido, mejor. En las narrativas contemporáneas siempre hay grandes grupos, familias o tribus sociales, que impiden la soledad del monstruo pero en el caso de Juan siempre buscará la reclusión, la negación al más mínimo contacto de aquellos que buscan acercarse por un motivo u otro.

Mito 4: Al vampiro se lo puede matar con plata, con una estaca en el corazón (porque la madera tiene una genealogía que remite a la cruz de Cristo) o exponiéndolo al sol. No se preocupe, no le voy a contar si a Juan lo matan o no, pero ya desde las primeras páginas sabemos que el sol no lo afecta, lo que aleja al personaje de la tradición. El dolor ante la salida del sol que el vampiro espera en la azotea se describe casi con belleza: “Mientras el sofoco crece a medida que crece la luz, me voy quedando ciego. La distancia es lo primero que desaparece, y en seguida es lo único que hay. La claridad crece y mi piel supura frío. Cuando finalmente el sol asoma en alguna parte que no puedo precisar, el dolor me dobla en dos”. Pero no hay muerte más allá del dolor. Solo vomitar un líquido negro inoloro, como un contrapunto a lo blanco de la luz.

Juan Pablo Cinelli escribió, en una nota publicada en revista Ñ, que hasta el siglo XIX fue la literatura “quien se encargó de transmitir, preservar y hasta crear el canon mitológico vigente”. Ya en el siglo XX “el vampiro se ha multiplicado y consigue ser verosímil en cualquier latitud, como representación de aquello a lo que se desprecia y se teme”. Juan está en nuestras latitudes, en una Buenos Aires en tiempos conflictivos, pero sólo quienes leemos sus anotaciones accedemos a despreciarlo u odiarlo, a conocer este recorte de todos los cuadernos que el monstruo ha escrito a lo largo de su eternidad y que el autor elige recortar y enfatizar desde los títulos que acompañan a cada fecha, en los que aparece la pluralidad de nombres para referirse al vampiro. Y sin embargo esa intimidad del temor es excedida, es arrasada por un verosímil mayor, por una certidumbre espantosa: el temor hacia el Estado es capaz de ganarle a cualquier hijo de Drácula.

(Más información en la edición gráfica número 1073 de la revista ANALISIS del jueves 21 de diciembre de 2017)

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