Vuelos de la muerte: pilotos, aviones y archivos secretos

Edición: 
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Anticipo del nuevo libro de la periodista Miriam Lewin

La autopista pasaba –digamos- a unos quince metros de la ventana de vidrios espejados de mi oficina, debajo de las antenas satelitales del canal de televisión donde trabajaba. Estaba en el ala del edificio que concentraba, aislado del resto de la redacción del noticiero, al equipo de periodismo de investigación. Justo enfrente, el asfalto se abría en una horqueta y pasaba sobre la playa de estacionamiento.

Serían las cuatro de la tarde, el punto más alto de la jornada. Estaba sola. De repente, un camión aminoró la marcha en línea recta con mi escritorio, y de la parte trasera se arrojaron tres tipos que se lanzaron en carrera hacia el guardrail, con pasamontañas negros y bolsos alargados, de contorno sospechoso.

Instintivamente me agaché para protegerme. Pasados unos segundos
interminables me incorporé, y vi claramente que los desconocidos se habían
descubierto las cabezas y bajaban tranquilamente por el costado de la rampa, en fila india, cuidándose de los autos que circulaban a sus espaldas y los ponían en riesgo pasándoles al ras.

Se trataba simplemente de obreros de la construcción que habían aprovechado un viaje que los acercaba a la terminal de trenes cercana y no, como había pensado, de un grupo comando. El sonido de risitas nerviosas en los despachos vecinos me alivió: no había sido la única presa de un alarmismo ridículo.

Habíamos visto demasiado cine de acción.

Justo entonces sonó el teléfono. Era una llamada que había estado esperando. Me zambullí sobre el aparato. No porque anticipara algo sorprendente, no.
Cuando atendí, ni siquiera sospechaba lo que iba a escuchar.

-Hola, ¿Bruno?

Era un periodista freelance especializado en deportes, un argentino residente
en Miami enviado al aeropuerto de Fort Lauderdale en una misión delicada. No conocía detalles del trabajo que preparábamos, pero los recortes presupuestarios no nos permitían costear el viaje de un equipo -camarógrafo, sonidista y reportera- y sí en cambio el pago de una colaboración eventual. Mi colega me comunicó algo que me cortó la respiración.

—Cuando terminé la entrevista que me pediste, el propietario del avión me
comentó al pasar que guardaba planillas con el registro de los vuelos. Están las de la dictadura completas, las del 76, 77, hasta el 82 inclusive. Tienen datos, fechas, destinos… incluso los nombres de los pilotos de cada trayecto. Apenas pude hablar.

—¿Los pilotos de todos, todos los vuelos?

Del otro lado la agitación empezó a ser similar. La compostura de Bruno se
diluía a medida que avanzaba la conversación.

—Sí, sí. Así como te digo. Todos los vuelos, todos los datos. El tipo dice que
le entregaron la documentación cuando compró el Skyvan. Fotocopié algunas
planillas, las del 76 y unos meses del 77.

Traté de controlarme. Sentí que una oportunidad sin igual se me estaba
escapando como agua entre los dedos. Lo que durante treinta años había estado oculto aparecía así, por casualidad. Pero podía esfumarse de nuevo si no actuábamos rápido.

—¿Tenés posibilidad de volver y pedirle permiso para fotocopiar todas esas
planillas, desde marzo del 76 hasta por lo menos el 82?

—Supongo que sí, porque quedé en buenos términos con el dueño.

—¿No se puso nervioso? ¿No reaccionó mal cuando le preguntaste si estaba
enterado de que su avión había sido usado por los militares?

—No, en absoluto. Lo sabía.

—¿Sabía que había sido usado en los vuelos de la muerte?

—No. Sabía que había participado en la Guerra de Malvinas. Nada más.

Corté y marqué el número de un celular de Roma.

**

El Skyvan, la nave en la que Scilingo relata que hizo su primer vuelo de la
muerte porque el Electra que esperaba su carga humana en el Aeroparque estaba averiado, era conocido como “heladera volante”. Cuando lo vimos dibujarse en la pantalla de la computadora por primera vez, contuve la respiración. “Es tremendo”, susurré.

Rectilíneo, compacto, pero con una cabina espaciosa, podía haber sido
apodado también “ataúd volador”. Los irlandeses de la Short Brothers se habían preocupado por hacerlo confiable y seguro, pero no bello. Parecía, bien mirado, un ave con un buche y un vientre desmesurados.

El prototipo había empezado a construirse en Belfast en 1958. En una de sus
versiones, pudimos averiguar, tenía capacidad para 30 pasajeros con una
tripulación de dos, y carga en sus bodegas delantera y trasera. En otra, podía
albergar 19 pasajeros y 300 kilos. Podía alcanzar 365 kilómetros por hora a 3050 metros de altura, con una autonomía de 814 kilómetros. No bastaba para la enorme extensión de las costas argentinas.

La Prefectura Naval, que dependía de la Armada, compró en 1971 cinco
Skyvan. Cinco años después, sobrevino el golpe de Estado. En la Guerra de
Malvinas participaron dos de las naves. Llegaron a las islas en un portaaviones
en abril. Una de ellas fue dañada por fuego naval británico en Puerto Argentino y no pudo volver a volar. Finalmente, un bombardeo la inutilizó definitivamente entre la noche del 12 y la madrugada del 13 de junio de 1982. El segundo Skyvan fue usado en Pebble Island, donde se empantanó. El 15 de mayo fue destruido durante un asalto inglés. Los restos de uno de los aviones fueron enterrados en el cráter dejado por una bomba. El motor del otro es exhibido como trofeo en un museo militar inglés. Pero no había sido la primera vez que los Skyvan se habían manchado con sangre.

Para su vuelo iniciático, Scilingo había formado parte de una caravana
comandada por un oficial que yo había visto en la ESMA, el capitán Jorge
Vildoza, alias “Gastón”. Varios Falcon se alinearon ese anochecer de junio con
un camión cubierto con lona verde. Partió de Selenio, el nombre clave que se
usaba para el centro clandestino de detención en comunicaciones radiales. Llevaba 25 hombres y mujeres, que habían sido arengados en el mismo sótano
donde yo había pasado mi primera noche en el campo de concentración por el
Tigre Acosta, el jefe del grupo de tareas. Les mintió, les dijo que iban a llevarlos a un penal en la Patagonia. Un médico les aplicó pentotal. Fueron quedándose dormidos…

En la comitiva estaba Gonzalo Torres de Tolosa, alias “teniente Vaca”, en
realidad un civil que sería —hasta que se descubrió su rol en los vuelos—
abogado de represores. Yo había sufrido como testigo en un juzgado su presencia a mis espaldas, mientras declaraba acusando a uno de sus defendidos. Era un individuo viscoso y delirante, que había llegado a armar una página web para acusar a Baltasar Garzón de “ser narcotraficante, y de tener una pareja homosexual que comercializaba videos de orgías donde participaba”, cuando el juez español que juzgó a los represores argentinos pidió su detención.

Eran dos los Skyvan que iban a suplantar al Electra. Vildoza designó a los jefes de ambos vuelos. Uno iba a ser Scilingo. El otro, Carlos Alberto Daviou, también oficial naval. En el Skyvan de Scilingo viajaron 13 secuestrados. Cuando se alcanzó el nivel de vuelo indicado, el médico les aplicó una segunda dosis de tranquilizante y se retiró a la cabina. Vaca ayudó a
desvestir a los condenados usando guantes de cirugía, para prevenir infecciones.

Se abrió la puerta, que había que mantener sujeta para que no se soltara
totalmente. Scilingo resbaló y estuvo a punto de caer. Vaca le fue pasando los
cuerpos desnudos de a uno, y él fue el encargado de empujarlos al vacío.
Un mes después, Scilingo hizo su segundo vuelo, esta vez sí en un Electra. La
nave era más amplia, a pesar de que había solamente 16 detenidos a eliminar.

Aprovechando el espacio, viajaron varios invitados. Eran oficiales que no
formaban parte de los grupos de secuestradores y asesinos: el objetivo era
comprometerlos, demostrar que la Armada asumía en bloque las responsabilidades. El Tigre Acosta lo llamaba “poner los dedos”.

(Más información en la edición gráfica de la revista ANALISIS del jueves 7 de septiembre de 2017)

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