Por Camila Fernández
En 1980 el concordiense Julio Lavallén tenía 22 años y la única certeza de que era un artista. La honestidad de ese pensamiento lo llevó a dejar su ciudad natal rumbo a Buenos Aires, como cualquier otro joven que migra de su pueblo buscando identidad y un lugar en el mundo que de pronto parecía tan pequeño desde la orilla del Río Uruguay. No obstante, esa inocencia ávida de experiencias conversaba con una parte de su conciencia que necesitaba de otras miradas para evaluar su obra y confirmar si los cuadros que llevaba debajo del brazo eran algo. En palabras del artista:
—Me di cuenta de que tenía una idea de mí inventada, porque me consideraba un artista pero nunca había tenido ningún tipo de confrontación real con tipos que sí lo eran o al menos eran reconocidos como tales. Me fui porque quise vivir una experiencia de confrontación real de mi trabajo y porque necesitaba seguir aprendiendo.
Lavallén nació en Concordia en 1952 en el seno de un hogar humilde pero que no tenía un mal pasar económico. Desde niño descubrió su pasión por el dibujo y sus padres lo enviaron a un primer taller de arte que sería el inicio de una búsqueda que duraría toda la vida. Sus comienzos artísticos transcurrieron en la ciudad entrerriana, donde tuvo su primera galería de arte en la vieja casona en la que vivía por su cuenta a la corta edad de 19 años. Fue albañil, cadete y dactilógrafo; trabajó en las oficinas del ferrocarril y en el banco, entre otras ocupaciones.
Si bien participó de varios talleres y estudió el Profesorado en Artes Visuales, Lavallén fue su propio gestor desde un primer momento. Él se define autodidacta y de hecho su aprendizaje no ha seguido un curso regular y metódico, sino un camino de indagación profunda guiado por sus intereses y motivaciones artísticas.
Llegó a Buenos Aires en días que anticipaban el fin de la última dictadura militar. La transición democrática tocaba la puerta. A principios de los ´80 Buenos Aires volvería a ser el epicentro del arte, la cultura y de los movimientos que después de años de censura reaparecerían para expresarse y hacer sentir su creatividad. Lavallén arribó en un viejo automóvil Siam Di Tella, fabricado por la mítica empresa de electrodomésticos, furgonetas y automóviles, que paradójicamente, iba a ser desmembrada durante el gobierno de Raúl Alfonsín y vendida a Techint, Pérez Companc y Aurora.
No fue fácil para un chico del interior instalarse en la Capital. Trabajó de lo que podía, compartió departamento con amigos, investigó y finalmente encontró su propio espacio vinculándose con artistas mayores que fueron sus maestros, en las galerías de arte y en las bohemias reuniones que se llevaban a cabo en el bar conocido como el “Bárbaro”, creado por algunos artistas a iniciativa de Luis Felipe Noé, uno de los referentes más importantes de la Nueva Figuración Argentina en la década del ´60.
—Mis maestros fueron múltiples, me los encontré de forma casi involuntaria. Lo que admiraba yo eran los modos de ver las cosas que tenían, porque me hicieron descubrir un mundo diferente o abrir los ojos a situaciones que no esperaba. Fueron maestros eventuales, gente con la que me fui encontrando. Tuve el gusto de conocer a Luis Felipe Noé, a Carlos Alonso, o a Keneth Kemble (iniciador del informalismo en Argentina) con quien tuve cierta amistad. Lo visitaba en su casa, conversábamos, comíamos algo y le mostraba mis obras. Él me hacía sugerencias. A veces cinco charlas con alguien te aclaran el panorama, no se trata quizá de ir a un taller durante años, sobre todo cuando uno viene con bastante trabajo realizado. Es como estar entrenado pero sentir que te faltan cosas por pulir. Y allí es donde la mirada de un maestro te puede mostrar una puerta que no veías y que al abrirla se te revela un universo de posibilidades”, resaltó el artista.
Lavallén eligió vivir del arte. Casi como un acto poético comenzó a rechazar todo trabajo que no estuviera relacionado con su oficio y se declaró pobre frente a sus amigos y conocidos. En 1984 inició su relación laboral con la Galería Alberto Elía, realizando su primera muestra individual importante a la que le seguirán otras dos, en el ´85 y ´86. La crítica comenzó a destacar la obra del joven entrerriano. Uno de los críticos más importantes de aquella época, Fermín Fèvre, señaló:
“No hay en él desbordes expresivos, aunque es evidente su raíz expresionista (...) Sus imágenes son en buena medida deudoras de la fotografía, lo que habla también de una manifiesta vocación realista”. (Fèvre, Fermín: “Pinturas y tintas”, Clarín, 24 de marzo de 1984).
Con un estilo expresionista desarrolló su propio tema dentro de la figura humana: en sus palabras “la gente”, ya sea como retrato, desnudo, individual o en formato de grupo.El cuerpo y su sensualidad (sobre todo en la mujer), las historias a través de los rostros y las formas que encarna la gestualidad dejando ver a diferentes personas.
(Más información en la edición gráfica número 1059 de la revista ANALISIS del miércoles 24 de mayo de 2017)
