Kirchner, un libro, un periodista

Edición: 
1049
Anticipo del nuevo trabajo de Mario Wainfeld

Por Mario Wainfeld

El conflicto con Uruguay por las plantas procesadoras de celulosa fue la llaga más dolorosa y autocontradictoria de la política regional argentina entre 2003 y 2010. Los hechos comenzaron en 2002, cuando Jorge Batlle (Partido Colorado) presidía el Uruguay y Eduardo Duhalde la Argentina. Uruguay concretó tratativas con ENCE, una empresa española, para instalar una ambiciosa “papelera” a orillas del río Uruguay, en la localidad de Fray Bentos, enfrente de la ciudad entrerriana de Gualeguaychú. En 2005, poco antes de dejar el poder, Batlle concertó con la empresa finlandesa Botnia la construcción de otra fábrica similar, mucho más grande, en el mismo paraje.
Plantas de esas características causan un impacto ambiental que debe prevenirse, estudiarse y controlarse. Los Estados rioplatenses suscribieron el Estatuto del Río Uruguay (ERU) en 1975, un tratado avanzado para su tiempo, con certeras precauciones ecologistas. En ese momento, las mayores salvaguardas las propuso Uruguay, el Estado más pequeño y, en teoría, menos inclinado a grandes proyectos empresariales. El articulado del ERU impone el compromiso de prevenir la contaminación de las aguas y un régimen de comunicaciones e inspeccionesante cualquier obra que pueda afectar su calidad (que se explaya en los arts. 7 a 12).

Uruguay informó con reticencias a la Argentina, violando su primera obligación. A su vez, los gobiernos del presidente Eduardo Duhalde primero y Néstor Kirchner luego “se durmieron” o se dejaron dormir y tomaron tardías cartas en el asunto. Esa ausencia de “alerta temprana” seguramente derivó en parte de las discordancias políticas entre los intendentes de Gualeguaychú, los gobernadores de Entre Ríos (el radical Sergio Montiel primero y, desde diciembre de 2003, el peronista Jorge Busti) y la Casa Rosada.

Con retraso, pues, la Cancillería argentina reclamó que se reuniera la Comisión Administradora del Río Uruguay (CARU) y se hicieran estudios conjuntos de impacto ambiental. Uruguay consideraba que la norma no era aplicable.

Los pobladores de Gualeguaychú, en cambio, sí reaccionaron rápida y enérgicamente. Clamaron porque les causarían daños irreparables. La contaminación de las aguas era el primero y el más grave, porque entrañaba una amenaza tremenda para la vida, la salud de las personas, la flora y la fauna. El olor fétido era el segundo. Cuando se erigió la planta, añadieron la “polución visual” por la fealdad del edificio, gravosa para la belleza del lugar. El bodoque de cemento negro, enorme y atemorizante, es perfectamente visible desde Gualeguaychú cuando el día es luminoso.

Los orientales defendían su derecho soberano, la creación de riqueza y fuentes de trabajo. Caracterizaban como avanzada su legislación ambiental. Las polémicas y los antagonismos de intereses entre “productivistas” y “ecologistas” son agenda cotidiana en todo el planeta. En la Argentina se sustanciaron muchos, el mejor mecanismo para resolverlos es la “licencia social”, esto es, someter el diferendo a alguna forma de pronunciamiento popular. Desde 1983 se sucedieron varios casos, en diferentes territorios, y casi todos se dirimieron mediante votaciones a nivel municipal. La decisiva y formidable diferencia que instalaba este entredicho era que las dos facciones pertenecían a países distintos. La división política oponía a los beneficiarios y a los damnificados por la nueva industria. Los uruguayos que alertaban sobre los daños medioambientales se fueron acallando y plegando a la postura mayoritaria, en cierta dosis silenciados por la prensa de su país.

(Más información en la edición gráfica número 1049 de ANALISIS del 20 de octubre de 2016)

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