Cura gaucho y abusador

Edición: 
1023
Marcelino Moya, el sacerdote payador, también denunciado por abusos a menores

Daniel Enz

El mecanismo fue siempre el mismo y lo repitió por años: casi muy parecido al que practicaba a veces el cura Justo José Ilarraz -a quien llegó a conocer perfectamente- con sus súbditos o víctimas. Había un grupo selecto de chicos, de entre 12 y 16 años, quienes disponían de total libertad para subir a su habitación -ubicada en el primer piso de la Parroquia- y permanecer el tiempo que consideraran necesario, a cualquier hora, en cualquier día. No había que pedir permiso a nadie; la puerta siempre iba a estar abierta. El cura Marcelino Moya -de él se trata- entendía que no debía dar explicaciones a ninguna autoridad religiosa que estaba desde antes en el lugar, pese a su juventud.

Era consciente de su pequeña porción de poder como vicario parroquial y, a su vez, como capellán del destacamento del Ejército Argentino, que era lo que más omnipotente lo hacía sentir, en una ciudad donde buena parte de la sociedad está ligada al batallón.

Ningún cura de la parroquia se iba a meter con su proceder, pese a cargos mayores o a la antigüedad en el lugar. Y fue siempre así: nadie de los curas viejos le hizo cuestionamiento alguno por su accionar.

Los pibes acudían a diario a esa reducida habitación, siempre muy pulcra, donde había mucha tecnología convocante para esos niños, que eran la principal atracción. El cura les ponía música clásica, producto de una compra obsesiva que hizo de una serie de cd que salió con la revista Noticias y nadie objetaba esas melodías, que servían de fondo para generar un ámbito de tranquilidad.

No obstante, esos mismos chicos más de una vez, tenían que optar por otra diversión y no ingresar a la pieza del sacerdote, cuando dentro de ese espacio estaban 4 o 5 jóvenes de pelo corto, prolijamente vestidos, esperando al sacerdote o a veces directamente encerrados con él. No se podía ni siquiera golpear la puerta y siempre había alguien que advertía de tales visitas. Con el tiempo, los chicos entenderían que esos visitantes, que por lo general no residían en esa ciudad entrerriana, sino en lugares más lejanos, aprovechaban sus momentos libres o de franco que les daban en el destacamento para ir a ver al cura y pasar un buen momento con él. Siempre los veía en la habitación; nunca se los observaba en otro lugar de la ciudad. Eran los denominados “voluntarios” del Regimiento de Infantería Mecanizado 5 General Félix De Olazábal, con sede en Villaguay, que ingresan a los 18 años y es el escalón inicial en la carrera de suboficiales del Ejército Argentino.

Los chicos sabían que la presencia de esos muchachos no era tan habitual como la de ellos. Que esa habitación, en buena parte, casi que les pertenecía a diario y ese privilegio nadie se los iba a sacar. Tenían el aval y el amor del cura y eso era suficiente. Ahí podían jugar con los programas de la computadora; escuchar música, ver alguna de las películas en el equipo de video o bien esperar a que el sacerdote se termine de cambiar para ir todos juntos a jugar al fútbol. A más de uno lo sorprendía con su vestimenta: siempre de punta en blanco y con zapatillas nuevas, que jamás tenían algún tipo de desgaste, precisamente porque el sacerdote no tenía ni idea de lo que era jugar al fútbol. Quedaba claro que lo hacía para congraciarse con ellos, porque era lo que más la reclamaban para hacer. A veces había hasta 10 pibes juntos, sentados de los dos lados de la cama, en pantalones cortos, a la espera del okey del religioso para el picadito nocturno. Solamente el cura podía hacer prender las luces del gimnasio del colegio La Inmaculada Concepción, jugar un fútbol 5 y disfrutar de varios partidos. Las monjas de allí, con la rigurosidad que las caracteriza, jamás accedían a pedidos de otras personas para jugar fútbol nocturno. Pero con el cura era diferente.

Los pibes eran felices con las demostraciones de poder que hacía el cura. Como contrapartida, Moya en persona se encargó de maltratar de tal manera a las chicas que integraban los grupos católicos o a las propias alumnas del colegio -que eran compañeras de los otros jóvenes-, para que no subieran más a la zona de las habitaciones donde él se reunía a solas con los pibes y tampoco aparecieran en todo evento juvenil que ellos organizaban. La misoginia era una de sus características y, de hecho, siempre se lo inculcaba a los pibes que lo rodeaban.

Los chicos humildes también se tenían que ir. Moya, pese a su origen, siempre se rodeaba de jóvenes provenientes de familias importantes y adineradas de la ciudad. No accedía a los chicos pobres, como tampoco a los chicos especiales de la escuela “Dr. Luis A. Guido número 7”. Siempre marcó distancia.

Ese cura jovial, entrador, que llegó a la ciudad de Villaguay a principios de 1993, con no más de 26 años, enseguida se fue ganando la amistad de niños, jóvenes y mayores. Se ordenó en diciembre de 1992 en el Seminario de Paraná; antes estuvo como diácono en la ciudad de Viale y en Villaguay hizo el primer bautismo el 6 de febrero del ‘93. En ese entonces, monseñor Estanislao Esteban Karlic era el arzobispo de Paraná y uno de los jefes del Episcopado Argentino.

Sus movimientos en la parroquia Santa Rosa de Lima de la ciudad del centro de la provincia fueron rápidamente ganando adeptos. En especial, de los jóvenes, a los que se pasaba acariciando, pellizcando en la mejilla o tirándoles suavamente el pelo. El cura oriundo de María Grande, proveniente de una familia muy humilde, conocía la historia de vida de cada uno de los pibes y sabía detectar perfectamente quiénes estaban con problemas familiares o personales, en virtud de ese paso de la pubertad a la adolescencia, donde todo se va descubriendo y en especial la cuestión sexual. Esa vulnerabilidad era determinante para su accionar, ya sea en ese ámbito cerrado, en los viajes que organizaba o en las visitas que hacía con los chicos al balneario de la zona.

(Más información en la edición gráfica número 1023 de ANALISIS del día 25 de junio de 2015, en un informe de 6 páginas)

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