Los hijos del narco

Edición: 
1020
La semana próxima sale a la venta el nuevo libro de Daniel Enz, sobre el narcotráfico en Entre Ríos

Por Daniel Enz

Esta vez lo sorprendió. Y cuando lo vio se dio cuenta de que no era una pelea más. En milésimas de segundo subió la guardia, cuando notó la aparición repentina de ese joven, como tratando de cubrir su rostro, pero no le alcanzó. Los proyectiles de la escopeta recortada de doble caño le destruyeron la cabeza, sus dedos y una de sus manos. Su contrincante no quedó conforme. Y como si fuera una escena de pugilato, también le asestó un disparo al estómago, que ya no era necesario. La única distracción había sido bajar la mirada para encender el cigarrillo, a poco de apagar el motor del automóvil y abrir la puerta para bajar.

La escena era de una película de terror. Ni siquiera vista alguna vez en la pelea más sanguinaria. Ese ex boxeador que supo ser un importante proyecto, un joven con futuro que nunca pudo llegar, quedó desparramado en el asiento de su Ford Falcon, con los brazos extendidos, derrotado y parte de su cabeza colgando, con pérdida de masa encefálica.

En el barrio 74 Viviendas-UPCN había cierto silencio a esa hora de la mañana. Pero ese silencio veraniego se profundizó tras los disparos. Fue como si se hubiera paralizado por algunos instantes el reloj. Únicamente fue quebrado por los gritos desesperados de su mujer y algún que otro familiar, tratando de contenerla, para que no fuera a observar lo que había quedado de Ricardo Oscar Mancuello, cuando salieron alertados por los disparos.

Los pocos vecinos que estaban en sus puertas, mate en mano, quedaron azorados. No entendían muy bien ese set de película del hampa, en la que un don nadie apareció de la nada y le voló la cabeza a ese histórico boxeador. La imagen era muy fuerte y hasta tenebrosa. Todos se quedaron mirando azorados al ex púgil, bañado en sangre y casi con las tripas colgando en medio de su colorida remera. Casi nadie se percató de cómo ese muchacho de mameluco municipal que estaba barriendo sigiloso la calle, junto a un supuesto compañero de trabajo -justo en un día que había medidas de fuerza de parte de los empleados de la comuna-, sacó la recortada desde el tacho y lo asesinó. El joven tenía no más de 20 años, salió corriendo del lugar y desapareció con otra persona, en una moto que lo esperaba a escasos metros del hecho.

Eran no más de las 9 de ese miércoles 3 de enero y ya hacía calor en Paraná. Mancuello, como cada día, había salido a las 8.30 de la Unidad Penal, para iniciar una nueva jornada en su etapa de reinserción laboral, después de los 7 años de condena que le había impuesto la Justicia Federal por haber sido parte de un plan de transporte de siete kilos de cocaína, que fue lo que hallaron los policías en el domicilio de su mujer, el 18 de diciembre de 2002. La condena también la comprendió a ella, como así también a una tercera persona oriunda de Bolivia. El abogado José Raiteri, históricamente ligado a los gremios de Paraná más cercanos a la ortodoxia peronista, fue quien defendió a Mancuello. Marcos Rodríguez Allende -un letrado que hace años trabaja como defensor de narcotraficantes de la capital entrerriana-, a Rodas, la mujer implicada, a quien solamente condenaron a 3 años y por ende quedó en libertad. Mancuello bufó con la condena, pero optó por no reclamar nada. Su abogado le garantizó que iba a comenzar a salir en poco tiempo, para tareas sociolaborales.

Era la primera sentencia sobre sus espaldas, después de una historia dura, de mucha violencia, noche, prostitutas, juego clandestino, alcohol y también droga. Mancuello había sido uno de los mejores boxeadores de Paraná, que incluso estuvo a punto de llegar a las Olimpíadas en 1977, en plena dictadura, pero finalmente no se le dio. En realidad era muy joven por esos días y en Buenos Aires le bajaron el pulgar. Nadie lo conocía y no tenía padrinos en el gobierno entrerriano que creía manejar el brigadier Rubén Di Bello, cuando en realidad, el único jefe era el general Juan Carlos Ricardo Trimarco.

Mancuello había empezado un tiempo antes, junto a Luciano Amatti, en un gimnasio que el conocido formador de púgiles tenía en Avenida de las Américas. Ese joven inquieto y guapo llegó un día, se puso los guantes y empezó en la categoría Livianos. Provenía de una familia muy humilde del barrio Villa Mabel, donde la pobreza y la sobrevivencia en medio de hechos de violencia, con demasiadas muertes de jóvenes y no tan pibes, golpea cada día.

Tenía un estilo muy particular: era buen boxeador, pero también era peleador callejero. Se subía al ring y su contrincante tenía que saber que iba a terminar mal. Mancuello era sanguinario; no se detenía. Pegaba y pegaba hasta dejar maltrecho a su rival; lastimado, pidiendo piedad ante los golpes, las heridas y la sangre. Todos sabían que era un boxeador que podía llegar lejos. Y en la calle se lo decían y muchos apostaban a él. Como la gente de la casa de ropas Ñaró, que durante años lo vistió con sus camisas.

(Más información en la edición gráfica número 1020 de ANALISIS del 14 de mayo de 2015)

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