La noche que Sabina trajo la primavera

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Crónica entrerriana en un estadio rosarino

Jorge Riani

Pero cuando el idioma de la música gana el ambiente ya no se necesita de pertenencias inventadas. Sabina nos inunda a quienes nos inunda sin credenciales de pertenencias geográficas. Se puede ser de donde sea y vivir con placer el planeta Sabina, que ya sabemos de qué está hecho.

Mujeres, copas, amores, desengaños, tristezas, añoranzas, sueños, sexo, derrotas, drogas, miedos, valentía, ternura, besos, bofetadas, admiración, reproche, soledad, pánico y clonazepan. Las canciones de Joaquín Sabina se viven como una especie de avant premiere de nuestras propias vidas. En algún punto nos encontramos en ellas, y el que se encuentre en todas entonces podrá decir que vivió tanto y tan intensamente como el autor de esas coplas, sin la pretensión de longevidad centenaria.

Nos encontramos, aunque sea un poco, en sus letras. A veces mucho. A veces en esos sonetos inconfesables o solo confesables si uno se llamara Joaquín Ramón Martínez Sabina y tuviera arte para confesarlos. Sin temor a exageraciones puede decirse que, en eso, el repertorio de Sabina es como el tango. Esa es la genialidad y ese el secreto de este músico-poeta-cantautor, que a pesar de haber vivido cien vidas, parece por momentos contar fragmentos de la nuestra propia; aquellos fragmentos más lucidos y seguramente los más lúcidos también.

En su recital del domingo 28 de septiembre, Sabina echó mano a ese recurso bueno que tiene los artistas sobre el escenario, de entrar tocando para luego de un par de temas recién regalar un diálogo. Y cuando habló rindió homenaje a “la otra ciudad puerto”, que es Rosario, con su Che, Olmedo, Fito y Messi. Hace cuatro años, cuando cantó en Ñuls rindió homenaje al Negro Fontanarrosa, que sobrevivía ya en sus personajes.

Pero basta por ahora de Rosario, que no es eso a lo que íbamos, sino a ésto: cuando habló, lo hizo con un tono de humildad de quien parece seguir preguntándose qué hace que la gente pague una entrada para escucharlo cantar. Habló de que vive como un milagro la presencia de la multitud, y que a veces teme que ahí, debajo del escenario, finalmente no haya nadie. Pero había mucha gente junto al escenario ese domingo primaveral, escuchando, masticando sus palabras, entonando sus músicas. La impostación de su voz, acentuada en el tono de humildad, estaba lejos de denunciar poses: se nota que realmente Sabina volara la compañía del público y se sigue preguntando “por qué están ahí; por qué vienen a escucharme”.

¿Y por qué escuchamos Sabina? ¿Por qué tomamos un colectivo y viajamos para verlo? ¿Por qué aceptamos deambular hasta las cuatro y diez de la mañana en la terminal para volver a casa por el solo gusto de haberlo ido a escuchar, hacinados, de lejos y envueltos en un vaho de calor húmedo? Sencillo, porque nos gusta todo lo que podemos encontrar en este artista de las imágenes verbales. Porque en sus canciones hay poesía, cine en blanco y negro, novela, certezas, dudas, nostalgia, tristeza, decisión, indecisión.

Porque con “Calle melancolía” estremece como Neruda; con “El caso de la rubia platino” desgrana imágenes como Fritz Lang; porque con “De purísima y oro” puede describir aquella España con la precisión de Cela en “El café de los artistas”; porque en “Con la frente marchita” hace alarde de coleccionista de momentos-objetos-amores y exhibe su canción arrinconado historias como si se tratara de un anticuario de la calle Defensa. Porque Sabina es Dylan en castellano.

El hombre del traje verde

Con impecable traje verde y remera negra, Sabina volvió sin mayores novedades al teatro Metropolitano. Tan solo con ese trabajo genial que marcó a millares de personas: 19 días y 500 noches. Entró de lleno cantando “Ahora que”. Y se sucedieron, arrinconadas en una noche mágica, “Cerrado por derribo”, “Barbie superestar”, “Una canción para la Magdalena”, “Conductores suicidas”, “El caso de la rubia platino”, “Y sin embargo”, “Noche de boda” que enganchó con “Y nos dieron las diez”, “Con la frente marchita”, “Dieguitos y Mafaldas”, “19 días y 500 noches”, “A mis cuarenta y diez”, “Princesa”, “Lo peor del amor”, “Tan joven y tan viejo”, “Más de cien mentiras”, entre otras que desplegó durante dos y horas y veinte. El escenario estuvo realzado con muy buenos dibujos de colores fuertes que se proyectaban en una pantalla gigante, alternados con la propia imagen del andaluz cosmopolita cantando en vivo. Casi todos los motivos eran de mujeres desnudas, sino insinuantes, provocativas o simplemente curvosas, lo que denunciaba algo que luego fue confirmado por el propio Sabina: son dibujos que él mismo realizó para su libro “Muy personal”. Hay que decirlo, con notable talento también para el pincel.

El escenario se enriqueció con su troupe acostumbrada, aunque con algunas incorporaciones. Pancho Varona, bajo, guitarra y voz; Antonio García de Diego, teclados, guitarras y voz; Jaime Asúa, guitarras eléctricas y acústicas; Pedro Barceló, batería, y Josemi Sagaste, saxo, flauta, clarinete, teclados y percusión. La voz femenina esta vez salió de la garganta, del cuerpo y del alma de Mara Baros, que interpretó con notable despliegue de sensualidad “La canción de las noches perdidas”.

“500 noches para una crisis” es el título de la gira, con la que Sabina nos visitó bajo el pretexto de celebrar los 15 años de ese álbum de los 19 días y 500 noches. Y todo fue fiesta. Una fiesta que se fue extinguiendo dando lugar al deseo de que pronto regrese con sus felonías y sus amores que matan.

Siempre es una aventura ir a escuchar a Sabina. Sea pagando la entrada más cara o colándose; sea en plan de cena con velitas para dos o llevando a nuestra hija quinceañera (la edad de “19 días...”) . Sea de una manera y otra, o de ambas, siempre es una aventura ir a escuchar a Sabina. Ese calavera vestido de verde que esta vez nos trajo la primavera.

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