Antonio Tardelli
La historia de Ignacio Hurban, o este tramo de su vida, el que permitió el reencuentro con su familia biológica, tras la búsqueda recíproca, es una historia de amor.
Básicamente es eso.
Pero es también –seguramente por eso mismo– la contracara del inhumano proceso de desintegración que llevó adelante la dictadura militar, que insatisfecha con asesinar también se preocupó por aislar, por fragmentar, por desunir, por desarticular.
En estos días, un nieto de 36 años conoce a una abuela y una abuela conoce a su nieto de 36 años.
Ese mismo nieto conoce a su otra abuela y esa otra abuela conoce también a su nieto de 36 años.
Pero además las abuelas se presentan entre sí. Se conocen la madre de la madre y la madre del padre.
Se presentan y descubren a quién amó cada uno de sus hijos en los años de la persecución.
Entonces nacen nietos y abuelas, y tíos y sobrinos y primos.
Por una vez –por centésima décimo cuarta vez– se reúnen los restos astillados.
Es una historia de amor.
Por eso, precisamente por eso, indigna tanto la manipulación subalterna de la política de derechos humanos, aplicada por el gobierno nacional desde el cálculo y no desde la convicción, tal vez desde la culpa pero seguro que no desde la coherencia.
En el mejor de los casos se puede celebrar que confluyan, felizmente, la justicia y el oportunismo, o que la justicia sea algo así como un efecto colateral de una decisión que es instrumento, o medio, o herramienta, de legitimación política.
Convierten el fin en medio.
Convierten el fin en herramienta.
Convierten el objetivo en camino.
Convierten lo definitivo en instrumental.
Un poco de rechazo, generan.
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En el contexto de su aspiración presidencial, una audacia política que cualquiera sea su suerte le supondrá un beneficio en la medida en que le ofrece un piso de instalación nacional objetivamente impensado tiempo atrás, Urribarri se ha plantado como una suerte de abanderado del federalismo.
(Más información en la edición 1007 de la revista ANALISIS del 14 de agosto de 2014)