J.R.
Algunas veces, la vida cotidiana necesita de soluciones prácticas, entendibles, con consecuencias inmediatas, sin tantas elucubraciones. Cuando una familia no logró dormir bien toda la noche, sus preocupaciones, seguramente, serán más mundanas y el resultado del canje de bonos y sus consecuencias por las decisiones tomadas en la metrópolis neoyorquinas será un temas menos trascendente.
Si los ciudadanos están insertos dentro de estados que se suceden como las secuencias de una matrioska –esas muñecas rusas que contienen otras en menores dimensiones en su interior–, con un estado nacional que lo envuelve todo, luego un provincial y más tarde uno municipal, lo cierto es que a veces, en el interior de ese hueco profundo está el ciudadano desprotegido, intentando solucionar conflictos que lo enfrentan con otros ciudadanos tan desprotegidos como el reclamante.
En los últimos 20 años, los derechos de usuarios, de clientes, de consumidores, en fin, de ciudadanos en una faceta de su vida, han sido atendidos por la legislación y la creación de organismos. El trabajo de los ombudsman se ha entendido más y mejor. Sin embargo todavía existe una inquietante franja de conflictividad social que el ciudadano de a pie tiene que resolver con sus vecinos en la más absoluta orfandad estatal.
¿Ejemplos? Decenas, centenares. Ejemplos que se dan cuando una persona estalla de ira y se la agarra con sus vecinos sin ninguna autoridad estatal que trate de aportar razones y diálogo, por ejemplo.
Las ya tradicionales noticias policiales de familias que se vengan “por una rencilla motivada en enfrentamientos de vieja data”, no son otra cosa que esos problemas latentes, calientes, explosivos a los que el Estado nunca le dio importancia. Y a veces hay muertos. Y ahí sí, aparece el Estado para poner en actividad su rol punitivo.
(Más información en la edición gráfica número 991 de ANALISIS del 29 de agosto de 2013)
