El abusador que ocultó la Iglesia

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Entre 1984 y 1992 habría violado a no menos de 50 chicos del Seminario Menor de Paraná

Daniel Enz

Ninguno tenía más de 12, 13 o 14 años. Eran casi niños. Con cada uno de ellos hizo lo mismo entre 1984 y 1992. Los acariciaba, los bañaba, los besaba en la boca, los masturbaba, los penetraba. Los descubría sexualmente y los condicionaba. De eso que sucedía entre las cuatro paredes de su habitación privada del Seminario o en el baño, no se tenía que enterar nadie. Si alguien traicionaba ese pacto perverso de confidencialidad la iba a pasar mal. Iba a empezar la hora de las represalias y se acababan los privilegios: los caramelos, los chocolatines, la buena comida, la TV o las películas en video que por las noches podían ver en esa habitación, sin pasar frío ni angustias por el cariño interminable del prefecto religioso.

“Ustedes deben saber que ahora, nuestra amistad es más grande. A mayor confianza, mayor es el amor y la amistad”, repetía el cura abusador todas las noches. Por cada año, casi siempre los elegidos eran cerca de 10. Los cálculos más acotados indican que por lo menos unos 50 chicos fueron abusados en esa década; las estadísticas mayores hablan de cerca de 80. Casi todos los jóvenes eran de la zona de Paraná Campaña, provenientes de familias de campesinos, donde la vocación religiosa suele ser más fuerte. “Siempre existió una relación muy particular entre las familias de la gente de campo de toda esta región con el Seminario de Paraná. Ellos colaboran mucho con la Iglesia y cuando traen a sus hijos, apenas saliendo de la niñez, saben que los dejan en manos de Dios y que de allí saldrán religiosos hechos y derechos, de los que siempre se sentirán orgullosos”, indicó a ANÁLISIS uno de los religiosos. Lo que nunca midieron fue que allí dentro, en medio de tanta gente con deseos de hacer cosas buenas por la Iglesia y la sociedad, existía un depravado y con cierto poder en ese ámbito.

El Seminario de Paraná siempre se dividió en dos secciones: el Seminario Menor y el Seminario Mayor. En el primero de ellos se encuentran ubicados los chicos de entre 12/13 y 14 años. A partir de los 15, ya pasan al Mayor. En 1989, los más chicos estaban a cargo del prefecto Justo José Ilarraz, nacido en Paraná en julio de 1952 y domiciliado al comienzo de calle 25 de Junio. Ilarraz fue ordenado como sacerdote el 8 de diciembre de 1983, después de educarse en el Seminario, en tiempos en que el conductor era Alberto Ezcurra, fundador del Grupo Tacuara, seguidor desde joven del cura fascista Julio Meinvielle, del furioso anticomunista Jordán Bruno Genta y quienes también tenían como referente ideológico al fundador de la Falange Española, José Antonio Primo de Rivera. Ezcurra era el jefe máximo del Seminario y un mimado del entonces arzobispo de Paraná y vicario castrense, monseñor Adolfo Servando Tortolo. Ilarraz era el prefecto del Seminario Menor, mientras que el cura Juan Alberto Puiggari -actual arzobispo de la capital entrerriana- se desempeñaba como el prefecto del Seminario Mayor. El rector era el sacerdote Luis Alberto Jacob, designado por el entonces arzobispo coadjutor y administrador apostólico de Paraná, Estanislao Esteban Karlic. El prelado que venía de Córdoba y que llegara para reemplazar a Tortolo -ante el avance de su enfermedad- fue nombrado el 19 de enero de 1983. Tras la muerte de Tortolo, en abril del ’86, asumió como arzobispo.

Los niños se encontraban en el pabellón del Seminario, ubicado en el final del predio, en el ala derecha. Eran 100 camas, solamente separadas por una mesita de luz. Al fondo estaba el baño y las duchas. El cura Ilarraz estaba siempre cerca. Tenía una habitación pegada a la capilla, casi lindante con el pabellón, que a su vez estaba contigua a la del rector Jacob.

Un hombre de confianza

Ilarraz venía de ser secretario privado y chofer personal de Karlic y se transformó en un hombre de su plena confianza. No pocas veces lo trasladó a monseñor, en el auto de la Curia, a ver a su hermana a Córdoba, donde residía. De hecho, ese lugar de poder y privilegio en cercanías del arzobispo fue el primer cargo que tuvo el cura a poco de ser ordenado. Era el ecónomo de la Curia y también manejaba la librería San Francisco Xavier, ubicada en la estructura del edificio del Arzobispado. “El levantó la librería y Karlic lo adoraba por eso. Además, era fanático del santo, cuyo nombre quedó estampado en el logo de la librería”, recordó uno de los hombres de fe. La librería también dispone de una sede en Capital Federal, donde algunos familiares directos de Ilarraz tendrían una relación laboral.

“Es un buen hombre; hizo muchas cosas por el Seminario y eso vale mucho”, repetía monseñor Karlic cada vez que alguien le formulaba algún cuestionamiento a Ilarraz. Con fondos provenientes de Adliswil (Suiza) una comuna del cantón de Zúrich, ubicada en el distrito de Horgen, cuya relación la afianzó el ex cura de Santa Elena, Luis But, en 1982 –cuando asistió en Roma a un Congreso de sacerdotes organizado por el Movimiento de los Focolares, del que participaron unos siete mil sacerdotes- el cura Ilarraz concretó el polideportivo, enrejó y pintó a nuevo al Seminario. Incluso, logró traer la estatua del Buen Pastor allí ubicada, como así también dos cruces enormes, que actualmente están ubicadas en el cementerio del establecimiento y en la parroquia de San Cayetano, en Paraná. La estrecha relación de Karlic con Ilarraz provocaba no pocos cortocircuitos con Puiggari. Más allá de los preceptos de la Iglesia, había distancias, odios y rencores. Quizás, por el hecho de aplicarse lo que a ellos mismos les enseñaban en el Seminario en sus tiempos de seminaristas, cuando les remarcaban la frase del filósofo inglés Thomas Hobbes, de “el hombre es un lobo para el hombre”. A los religiosos de Paraná o Santa Fe, siempre le remarcaban, en la década del ’60 o ’70, la traducción que hacían de: “el sacerdote para el sacerdote es lobísimo” y se lo decían en latín.

A fines de los ’80, principios de los ’90, la figura de Karlic fue creciendo a nivel nacional e internacional. Considerado uno de los principales teólogos del país -por lo cual, a pedido de Juan Pablo II, fue uno de los redactores del Nuevo Catecismo Universal-, a fines de la dictadura prácticamente esquivó a los representantes castrenses y formalizó buenas relaciones con el poder político, aunque siempre manteniendo un bajo perfil. Férreo opositor de la Ley del Divorcio y enfrentado con el ex gobernador Sergio Montiel (UCR) por los coletazos del Congreso Pedagógico propiciado por el ex Presidente Raúl Alfonsín, en verdad siempre tuvo mejor relación con los hombres del justicialismo. Apoyó a Carlos Menem en su idea de indultar a los ex comandantes, militares y a ex jefes guerrilleros y fue hombre de consulta de Jorge Busti y Mario Moine. Fundamentalmente de éste último, por su ligazón histórica a la Iglesia. Esto hizo que Karlic apoyara públicamente la aprobación de la ley que determinó el despido de numerosos empleados públicos en la Administración Pública, aunque luego retrocedió e hizo de mediador para dar marcha atrás en la iniciativa. También llegó a sugerir nombres para algunos gabinetes o el Poder Judicial, que de inmediato fueron aceptados.

“Karlic vivía viajando a Roma a fines de los ’80 y depositaba toda su confianza en Ilarraz en lo referido al manejo del Seminario”, se acotó. “El se manejaba con total libertad. Nadie le podía decir nada. Iba y venía en el Renault 12 del Arzobispado o en la camioneta Ford, en la que paseaba a los chicos. No tenía días ni horarios; se levantaba cerca de las 9 de la mañana, salía en todo momento y regresaba a cualquier hora. En varias instancias le echaba la culpa a que tenía reuniones con dirigentes del Club Patronato, con los que trazó una relación”, recordó un ex seminarista.

El cura prefecto -quien tenía no más de 32 años cuando se instaló en el establecimiento religioso- había logrado la inserción de numerosos jóvenes al establecimiento religioso, en función, fundamentalmente, de su tarea militante por localidades de Paraná Campaña, entre septiembre y octubre de cada año. “Era un impulsor de la vocación religiosa y las familias de zonas de campo lo recibían con los brazos abiertos y le depositaban con total confianza y amor a sus hijos que recién terminaban la escuela primaria”, indicó otro conocedor del tema.

En 1989 fueron cerca de 70 los niños/preadolescentes que ingresaron al Seminario Menor. El cura Ilarraz en persona recibió a todos ellos, los que mostraban casi siempre una característica: el pelo prolijamente cortado y por lo general peinados iguales. A cada uno les dio un beso y les acarició la cabeza como muestra de afecto y confianza, en ese instante de desprendimiento con sus familiares directos, a los que veían perderse, en la despedida, por el largo camino al Seminario, para empezar una nueva vida que desconocían.

La mayoría provenía de pueblos cercanos a Paraná, en especial de las aldeas, aunque había también chicos de la capital provincial, Santa Elena, La Paz, Alcaraz, Bovril o Concordia.

Ilarraz siempre utilizaba el mismo mecanismo para su esquema perverso. Iba observando las personalidades de cada uno de los chicos; sus angustias y ansiedades -por eso del desarraigo de la casa, de su madre y de sus cosas, que es un episodio fuerte y algo traumático para todo niño-, para ir acercándose y darles su amor. A los provenientes de zonas de campo les marcaba incluso la diferencia entre ese jefe de familia, recio, parco y distante de sus hijos, que tal vez veían algunas horas antes de dormir, cuando regresaba de trabajar a la noche, pero con el que casi no había diálogo, con el cariño que les podía dar el sacerdote. “Acá todo es amor y eso es lo que te daré, hijo mío, en nombre de Dios y la Santa Virgen”, les decía.

Cada noche, cuando se apagaban las luces del pabellón, quedaban dos foquitos amarillos tenues encendidos en el fondo, a modo de luz de emergencia. El cura esperaba unos minutos y comenzaba a caminar por entre las camas de los chicos. Cuando escuchaba algún lloriqueo silencioso se aproximaba, se sentaba a su lado, les acariciaba la cabeza y la mayoría de las veces terminaba ingresando a sus camas para consolarlos. “Nos mimaba, nos tocaba y a veces también nos besaba en la boca”, dijo una de las víctimas. Y cumplía con un rito: casi todas las noches se llevaba a su habitación al chico más angustiado, para que se quedara a dormir con él.

Las etapas de la perversión

El prefecto paranaense tenía una especie de habitación VIP en el Seminario Menor. Ningún cura contaba con tantas comodidades en el amplio predio religioso. “Era el sacerdote moderno; el que tenía los últimos videos, el TV más nuevo, el equipo para ver películas, el mejor reproductor de cassettes y hasta los videojuegos que iniciaron la historia de esos productos y que nadie tenía. Llegó a contar con el primer teléfono celular del Seminario”, recordó un ex seminarista. Todo eso constituía una particular atracción para los pequeños ingresados. Varios de ellos nunca habían accedido a algunos de los aparatos tecnológicos del sacerdote. Es más: también disponía un lugar con comida, chocolates, caramelos, alfajores y gaseosas. “Ustedes acá se van a sentir como reyes”, les decía. Obviamente, la comida era escasa y limitada, diariamente, para cada uno de los niños seminaristas. Pero el que estaba con Ilarraz tenía un trato diferente. Disfrutaba de una forma distinta esos días en el Seminario.  

De cada lote de niños que ingresaba al establecimiento (entre 70 y 100), el padre Justo José, con su estrategia amorosa y perversa, iba seleccionando cerca de 10. Todos ellos eran los que también lo acompañaban en los campamentos que realizaba entre mediados de enero y febrero en Molinari, en pleno Valle de Punilla, Córdoba. Los jóvenes siempre se instalaban en el Hogar Preventorio de las Hermanas de San Camilo de Lellis y se ubicaban en la carpa vip del cura. “Ilarraz siempre tenía la mejor carpa, la más cómoda y moderna, que instalaba debajo de la mora del lugar”, recordó otro ex seminarista. Con sus movimientos, su capacidad de oratoria y seducción, el cura paranaense hasta logró que las hermanitas le donaran el terreno donde siempre se instalaban y allí hizo construir una casa con churrasquera, a escasos metros del río, que servía para guarecerse cuando llovía. “En el río cordobés hay que bañarse desnudo”, les repetía, luciendo siempre un short Adidas color rojo. Muchos le hacían caso; otros no. Karlic llegó hasta allí incluso para bendecir el lugar.

Ilarraz se manejaba con sus chicos de confianza e incluso generaba los celos propios entre ellos, quienes, ante tal situación, hasta se esmeraban para ver quién se ponía más cerca del cura o iban a la pelea cuerpo a cuerpo si era necesario. “Si uno hablaba mal del cura, había piñas”, se indicó. Y cada uno de ellos debía disponer de una libretita, para anotar los pecados y tenían la obligación de mostrárselo semanalmente al cura. Tras ello, había premios y castigos. Algunos de esos estímulos eran partir con él rumbo a Europa. “Te ganaste un viaje al exterior”, le decía a cada uno de ellos, con la mejor sonrisa perversa y mostrándole, a su vez, los fajos de dólares que escondía en su habitación. No pocos de esos chicos conocieron Italia, Rumania, España o Grecia de la mano del cura Justo José. Cuando regresaba al Seminario, era un clásico que Ilarraz se pusiera a repartir los souvenires que la empresa aérea española Iberia regalaba en sus viajes.

Esos pibes, por lo general, eran los elegidos, en varios días de la semana, para que a partir de las 23, a la hora de la Lectura espiritual, se trasladaran hasta su habitación. Algunos, incluso, recién aparecían al día siguiente por el pabellón, porque se quedaban a dormir con él. Esos casi niños tenían además la posibilidad de bañarse en el coqueto baño del cura. El resto, para ducharse con agua caliente, debía cortar leña para el fuego de la caldera. Y muchos hasta preferían bañarse con agua fría antes de hacer ese trabajo.

Los encuentros con sus chicos eran a la siesta o a la noche. Las reuniones eran por etapas y el cura se tomaba su tiempo. Las primeras citas eran para hablarles de la sexualidad. “Nos enseñaba a reconocer nuestros genitales y a besar”, dijo a ANALISIS un ex estudiante. “Y siempre nos insistía con un aspecto: lo que hacíamos con él, no teníamos que hacerlo con otros”. Después les enseñaba a bañarse y reconocer las partes del cuerpo. A cada uno de ellos les tomaba el pene y les bajaba el prepucio, no sin antes explicarle por qué lo hacía. “Después nos masturbaba y cuando estábamos por llegar al orgasmo nos decía que teníamos que aguantarnos”, acotó otro ex seminarista. Ilarraz también les mostraba cómo se practicaba sexo oral, colocando el pene de los chicos en su boca y varias veces los hacía bañar con él en la bañadera de mármol que tenía en su baño. “En muchas instancias se ponía de pie y nos apoyaba los genitales en el cuerpo o en la boca, para enseñarnos técnicas de caricias”, se indicó.

Y la etapa final de su enseñanza sexual era la penetración: “Nos desnudaba, nos ponía boca abajo, nos acariciaba, nos excitaba y nos penetraba”.

Cuando uno de ellos se resistió a esto último, Ilarraz reaccionó como nunca se lo había visto. Le recriminó el hecho de no seguir los caminos de Dios y lo sacó de inmediato del grupo. “Ya no somos más amigos y de aquí en más irás todos los días a la Capilla a pedirle perdón a la Virgen y a Jesús”, le dijo en tono vehemente. “Y no te olvides: a mi no acudas más. Es como que nunca nos conocimos”, le remarcó, buscando golpear en su corazón y así lograr su arrepentimiento.

El joven rebelde no se quedó de brazos cruzados. Buscó la forma de llegar hasta el prefecto Puíggari -a cargo del Seminario Mayor- y le contó sobre las perversidades de Ilarraz. Corría el año ’92.

Juicio Diocesano y ocultamiento

Puíggari fue a hablar personalmente con monseñor Karlic de la situación. Fue hasta la Casa del Arzobispo, ubicada en pleno Parque Urquiza y llevó consigo a dos de los chicos abusados para que le relataran lo vivido. “Estas son las cosas que hace su protegido Ilarraz”, le acotó Puíggari. Hay quienes recuerdan que Karlic solamente lo miró seriamente al entonces prefecto del Seminario Mayor. Karlic escuchó a los chicos y les dijo: “Recen mucho”. A la vez, se le inició un Juicio Diocesano a Ilarraz. En esa tarea quedó al frente el cura Silvio Fariña (actualmente en la Catedral de Paraná) y el escribiente era el sacerdote Alfonso Frank, quien cumple funciones en Concordia.

Fueron numerosos los chicos de los primeros años del Seminario Menor que acudieron a testimoniar. Cuando los pibes empezaron a relatar con lujo de detalles lo que les hacía el cura pervertido, se animaron a declarar varios de los que ya integraban el Seminario Mayor -que conducía Puíggari- y que también habían sido abusados por Ilarraz en sus inicios por ese establecimiento, a mediados de los ’80. A cada uno de ellos se les hizo firmar su respectiva declaración, sin ninguna intervención externa de carácter legal. Tampoco hubo asistencia psicológica para los chicos.

No todos se animaron a declarar, pero fueron numerosos. Muchos de los que optaron por no hacerlo, recibieron mensajes claros de autoridades religiosas de los que dependían: “Sepan que esto afectará mucho a sus familias. No olviden que varios de ustedes tienen hermanas religiosas que pueden ser trasladadas por esta situación, que le hará un gran daño a Dios y al Seminario”.

Ilarraz fue derivado un par de meses a la Parroquia San Cayetano –aunque todas las noches iba a dormir al Seminario- y a principios del ’93 fue enviado al Vaticano. “Me voy a estudiar a Europa”, les decía a sus más cercanos. Permaneció  durante casi un año en Roma y fue allí donde escribió un trabajo sobre el futuro de los niños en nuestro mundo. El título era: “Los Niños: nuevos misioneros para nuevos tiempos” y le sirvió para finalizar su Licenciatura en Misionología, en la Pontificia Universidad Urbaniana, que es una institución académica que forma  parte de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. Sus funciones de investigación y de enseñanza se desarrollan en el ámbito del sistema educativo de la Santa Sede regulado por la Congregación para la Educación Católica. Hasta allí, supuestamente, Ilarraz fue enviado como castigado y en realidad resultó lo más parecido a un premio o reconocimiento.

Cuando regresó, a fines del ’94, no volvió más a Paraná. Supuestamente pasó un tiempo por Córdoba y luego terminó derivado a Tucumán. Cuando alguno le preguntaba a las autoridades del Arzobispado de Paraná, la respuesta siempre era la misma: “Ya está curado. Volvió curado del Vaticano, pero decidimos que no regrese a Entre Ríos”. Pero nadie supo cuál fue el resultado del Juicio Diocesano. Ni víctimas ni curas, pudieron acceder a la conclusión. Ni siquiera saber si existió ese epílogo.

El cura Ilarraz terminó en la localidad de Monteros, a unos 120 kilómetros de San Miguel de Tucumán, en la Parroquia Sagrado Corazón de Jesús, que en las numerosas fotografías que dispone en su cuenta de facebook, muestra al sacerdote paranaense en plena actividad religiosa.

En abril del 2003, monseñor Estanislao Esteban Karlic dejó su cargo de arzobispo de Paraná y fue reemplazado por Mario Maulión, quien venía de San Nicolás. En el 2008, Maulión firmó la escardinación de Ilarraz al Obispado de Tucumán. Hasta ese entonces, seguía dependiendo de la Diócesis de Paraná.

A mediados del 2010, uno de los abusados llegó hasta el despacho de Maulión, acompañado de un religioso de esta ciudad y le contó lo que había sucedido en el Seminario.

--Me estoy enterando por ustedes… Monseñor Karlic nunca me avisó de esa situación –respondió, con cara de asombro.

Cuando le pidieron datos sobre la situación de Ilarraz, ahí se acordó de la medida que había adoptado, de traspaso a la Curia de Tucumán.

--¿Pero usted es consciente de que le firmó el pase a un pedófilo? –le remarcaron.

--Lo desconocía absolutamente. Pero yo haré las averiguaciones pertinentes en Roma y les pido que ustedes me hagan un reclamo formal de esta situación. Yo no estoy para cubrir a esta clase de gente -respondió finalmente el alto prelado.

En septiembre del 2010 ingresó al Arzobispado una carta firmada por ocho curas jóvenes, planteando su preocupación por el accionar de Ilarraz y exigían que el caso sea derivado a la justicia, además de excluírselo totalmente de la carrera religiosa (ver aparte). Maulión nunca respondió esa carta. El 4 de noviembre de ese año, el Vaticano aceptó la renuncia de Maulión y fue nombrado Puíggari en su reemplazo.

En estos casi dos años, el actual arzobispo -que conocía al dedillo la situación desde su comienzo-, habló con algunas de las víctimas y con ex seminaristas, pero no dio demasiadas respuestas. El caso nunca llegó a la justicia penal, como tendría que haber sucedido. Quizás sea el tiempo de ello. Como para que no siempre se termine de cumplir esa premisa de ocultar todo, que por años manejaron las diferentes cúpulas de la Iglesia.

El reclamo (recuadro)

En septiembre del 2010, un grupo de ocho curas con funciones en Paraná, le enviaron una carta al entonces arzobispo de esta capital, monseñor Mario Maulión. En el escrito, al que accedió ANALISIS, se le indicaba la “gran preocupación” por los “abusos cometidos por sacerdotes a menores confiados a su ministerio. Sobre todo, nos preocupa la creciente notoriedad que uno de los casos está teniendo entre la gente de nuestras parroquias: el del padre Justo Ilarraz, quien fuera formador del Seminario Menor a principios de los ‘90”.

Más adelante se le indicaba: “Nuestra preocupación es doble. Por un lado, el hecho de que el padre Ilarraz continúe ejerciendo el ministerio sacerdotal, sin que se le haya aplicado ninguna sanción canónica ni haya sido convenientemente investigado y juzgado por la autoridad civil. Es un hecho que quien padece pedofilia puede cambiar solo con mucha dificultad. En todo caso –se agregaba- es una imprudencia y así lo confirma la praxis actual de la Iglesia, que siga ejerciendo el ministerio y estando en contacto con fieles, con los cuales puede volver a ocurrir lo mismo que aquí en Paraná”. Los sacerdotes recordaron incluso, en el escrito a Maulión, “las rotundas afirmaciones de Benedicto XVI en su viaje a los Estados Unidos, al decir que no hay lugar en el sacerdocio ni en la vida religiosa, para quienes dañan a los jóvenes”.

Asimismo, expresaron su preocupación por “el hecho de que el silencio de las autoridades eclesiásticas sea interpretado por nuestra feligresía como un acto de encubrimiento o complicidad. Creemos que tarde o temprano el caso va a salir a la luz y tememos por el impacto negativo que pudiera tener para la fe de nuestros creyentes y la confianza que depositan en nosotros. Nos parece que prolongar el silencio, a la larga, pueda dañar mucho más la imagen de la Iglesia en Paraná, que reconocer los sucesos y nuestra parte de responsabilidades en los mismos”.

Más adelante reclamaron a Maulión “una acción que con toda claridad ponga de manifiesto nuestra profunda aversión a lo sucedido, nuestra disponibilidad a que se lleven a cabo las acciones legales pertinentes, tal como lo ha pedido el Santo Padre, en cuanto a que los responsables de estos males deben ser llevados a la Justicia y nuestro sincero empeño en que estos hechos no vuelvan a ocurrir nunca más”.

Pecado de omisión (recuadro)

D. E.

Angel Tarcisio Acosta era el coadjutor del Colegio de Don Bosco de Paraná hasta junio de 1978. Se lo conocía más como el Maestro Angel. De un día para el otro fue trasladado del establecimiento ante las denuncias por abusar de niños que concurrían al lugar religioso. Varios de esos jóvenes abusados hoy rondan los 50 años y sufren sus consecuencias. Pero nunca lograron respuestas. Eran tiempos en que Adolfo Tortolo era el arzobispo de la capital entrerriana y varios de los actuales curas de Paraná y zona se encontraban en el Seminario iniciando su camino religioso. Entre ellos, también, Justo José Ilarraz. El caso de Acosa fue un escándalo puertas adentro de la Iglesia. Pero nadie radicó denuncia alguna ante la Justicia entrerriana. Fue mejor el silencio, la complicidad y el “no te metás”. Denunciarlo iba a dañar la imagen de la Iglesia de Paraná y del encumbrado Tortolo, quien ya se ufanaba de ser uno de los confesores del general Jorge Videla, dueño del terror y la muerte en la Argentina.

Como castigo, el Maestro Angel fue enviado primero a Formosa y luego a Corrientes. Obviamente, siguió practicando sus perversidades con los niños. En septiembre de 1986 -ocho años después de su traslado- y tras un juicio oral con 38 testigos, la Cámara del Crimen número 1 de Corrientes lo condenó a 18 años de prisión y accesorias por los delitos de corrupción y violación de menores. El detonante fue la denuncia de la madre de un niño de 6 años, por la violación de su hijo, pero tras ese hecho fueron apareciendo otros casos revelados por padres de alumnos del Instituto Religioso Pío XI, donde Acosta era maestro de catequesis. Violaba a los niños en la biblioteca o la sala de juegos.

“Nos dijeron que se curó en el Vaticano”, les dijeron a víctimas y ex seminaristas de Paraná, cuando fueron a reclamarle por las perversidades de Justo José Ilarraz, a monseñor Estanislao Karlic, en 1992. Tortolo quizás pensó, en el ’78, que Acosta se iba a curar en Formosa o en Corrientes y que el fervor del Mundial de Fútbol taparía toda la historia. ¿Alguien puede garantizar en el Arzobispado de Paraná que Ilarraz no siguió abusando de chicos y jóvenes en Tucumán en todo este tiempo de residencia?

¿Nunca les sirvió a las autoridades de la Diócesis de Paraná el grave papelón y la responsabilidad moral, ética, religiosa y civil que tuvieron al no denunciar en su momento al Maestro Angel? ¿No midieron el pecado de omisión y las derivaciones de ello? ¿Cuántos más tenía que violar Tarcisio Acosta en Formosa y Corrientes? ¿Cuántos más Ilarraz?

Dios los perdone, pero que la Justicia los condene. Será el único alivio para tantas víctimas.

 

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Cultura

La muestra se puede visitar en el Museo Conrado Hasenauer.

La participación será de grupos de hasta 30 personas por velada

Será a partir de las 21 en el “Auditorio Scelzi”.