El fútbol lugareño se hunde cada vez más

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Volvieron a registrarse hechos de violencia en las canchas

Álvaro Moreyra

“Todo pasa” dijo alguna vez el mandamás del fútbol argentino, Julio Humberto Grondona. De hecho, Don Julio lleva en una de sus manos un anillo en el cual está grabado el famoso “todo pasa”. Es una frase de cabecera en el deporte más convocante de la Argentina. De hecho, es aplicable a los clubes que concitan toda la atención del hincha argentino. Transferencias millonarias, recaudaciones que alcanzan prácticamente los siete dígitos y sin embargo están fundidos, en ruinas, deshechos. Mientras tanto, los causantes de esa realidad deambulan como si nada hubiese sucedido. Muchos encontraron su escondite perfecto en la política. Más que nunca es aplicable el “todo pasa”.

Para no ver perecer a la entidad que comandan, los dirigentes se meten en empréstitos que se terminaran de pagar cuando los socios recién nacidos sean bisabuelos o tal vez nunca vean al club de sus amores saneado. La secuencia es triste y golpea, pero es así.

En el fútbol nacional se van atacando infecciones a medida que el paciente muestra alguna señal de complicación, mientras tanto poco se hace para evitar un mal peor. Al menos estar bien. Es una muestra clara de la sociedad argentina, por eso el fútbol es simplemente un microclima de la realidad cotidiana. El “todo pasa” es moneda corriente en nuestro querido país. Nadie se hace cargo de nada y todo pasa. Si el todo es así, es inevitable que una pequeña muestra también lo sea. Por eso el fútbol argentino está como está y en la actualidad es un paciente con estado reservado.

Lamentablemente la violencia también es algo palpable domingo a domingo, o cuando se juegue, porque hasta eso se perdió. Años atrás, decir domingo era sinónimo de fútbol, ahora se juega casi todos los días. El fútbol no está exento de la violencia con la que vive el ciudadano argentino. En la actualidad no han saltado a la luz hechos de ese calibre porque afortunadamente no vienen sucediendo en Primera División y B Nacional, aunque en el de ascenso ocurren y en racimos más que importantes, pero no llegan los principales medios de Capital Federal, el ojo que todo lo ve.

A partir de todo esto es que el fútbol de la Liga Paranaense es un pequeño ecosistema en la Argentina. La LPF es un pequeño punto en el mapa, allí está en un letargo casi permanente el balompié paranaense, cada vez que se juega un partido se ven pobres espectáculos dentro de la cancha. Cada vez van menos espectadores en un estadio, solamente los clásicos (léase Sportivo Urquiza-Peñarol) convocan un número importante de personas. Por eso es que imaginar una cancha de la capital entrerriana a punto de estallar ya forma parte del arcón de los recuerdos.

El fútbol liguista está herido de muerte desde hace muchas temporadas. Eso no es novedad. A pesar de ello, desde los distintos estamentos que forman parte de la LPF se hace poco y nada para garantizar que el paciente continúe con vida.
En el plano dirigencial se hace muy poco para que salga a flote. Si el fútbol respira, es gracias a pequeñas bocanadas de aire que inhala cada vez que asoma la cabeza, ni qué decir los clubes. Muchos de ellos fueron desmantelados por dirigentes que los usaron como una catapulta para comenzar a incursionar en la política. También están aquellos que fundieron las arcas de una institución simplemente por inoperantes.

Es casi una obviedad decir que el fútbol paranaense no escapa a la realidad del argentino. Clubes pobres, dirigentes que no viven esa realidad y que poco pregonan para tratar de salir del pozo. Encima, en las últimas jornadas, la violencia volvió a opacar los escenarios donde rueda, y salta, la pelota. Un problema de nunca acabar y del cual nadie se hace cargo. Ni dirigentes, ni jugadores, ni hinchas. Nadie.

(Más información en la edición gráfica de ANÁLISIS de esta semana)

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