Daniel Enz
Hacía más de diez años que Ricardo Rosenbrock estaba viviendo en Victoria. Allí terminó recalando después que la justicia hiciera lugar al pedido de su hermano Eduardo, para que dejara la cárcel de Gualeguay, donde se encontraba y pasara a la unidad de menores de Victoria. Los mismos camaristas que lo condenaron por el alevoso crimen de Ursula Sueldo –en diciembre de 1989- hicieron la excepción con el preso en función de sus avances como recluso (tenía calificaciones de 8 y 9) y para que poco a poco pudiera reinsertarse en la sociedad, trabajando con su hermano, dueño de un campo en Molino Doll.
Chicharra Rosenbrock era alguien dentro de un esquema de seguridad –como el hogar de menores victoriense- y otro fuera de esos límites. Dentro, era como el “ídolo” de los jóvenes con problemas de conducta, hacía ostentación de ese poderío económico que disponía en su celda especial, diferenciado de todos. O sea, una imagen que tuvo desde chico en Paraná, amparado por una sociedad que lo festejaba en todos sus movimientos, por más alocada, perversa o patética.
De chico lo caracterizó un llamativo juguete: su avión de guerra importado, con motores, lo convertía en la envidia de sus compañeros de una infancia accidentada. Cuando tenía 6 años se cayó del techo de su casa y sus padres quedaron preocupados por las secuelas que podía tener. Su amor por las armas se inició de chico; fue cuando comenzó a practicar tiro con sus hermanos. El era el más chico; el hermano que lo seguía tenía once años más. “Fue una atracción irresistible para Chicharra”, recordó un ex amigo de la adolescencia.
Su afición por lo militar y el hecho de ser vecino de la sede local de la Policía Federal, prácticamente lo convirtieron en uno más de la fuerza. "Era la única persona que entraba y salía cuando quería de la repartición", aseveró un allegado. El trato era de pertenencia, pero también de intercambio de favores. Rosenbrock siempre les regalaba alguna pistola de última generación a determinados jefes o los dejaba practicar en su polígono particular y, por eso, tenía vía libre para sus movimientos.
En el ‘69 empezó su lucha contra “el comunismo, el narcotráfico y los judíos”; los consideraba “los grandes males del mundo”. Se vinculó al poder militar y se infiltraba en diferentes estratos sociales. Para muchos era “un concheto” de la clase alta paranaense; para otros, un loco suelto. Lo que nadie medía era que el hombre ideal para el poder militar, para infiltrarse en determinados estratos sociales y políticos.
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