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Cómo operaba y quiénes eran los espías de la Segunda Brigada Aérea de Paraná

D.E.

Siempre fueron los más odiados de la Brigada Aérea. “Son civilachos”, repetían oficiales y suboficiales, en esa descalificación siempre vigente de militares a ciudadanos. La misma frase siempre la tenían en la punta de la lengua cuando defenestraban a los propios soldados o bien cuando debían ponerse el coqueto traje azul o el de gala blanco. Los PCI de la Segunda Brigada Aérea -Personal Civil de Inteligencia-, también eran, en su mayoría, “simples ciudadanos” que cumplían un rol determinado, que bajaba por escrito desde el Edificio Cóndor de Capital Federal. “Perseguir, infiltrar, delatar”, era parte de la consigna.

Hay quienes sostienen que el brigadier Roberto Temporini –como jefe de la unidad militar de Paraná- fue quien hizo sacar las oficinas de Inteligencia de la brigada y llevarla a calle San Martín (donde actualmente se encuentra Musimundo), a fines del ’75. Al parecer, tuvo un duro enfrentamiento con el capitán a cargo y le pidió que se retirara. La lúgubre casa cercana a la esquina de San Martín y La Paz nunca abrió sus ventanas ni sus puertas, salvo para el acceso de alguno de los agentes civiles o el personal militar. Fue tal el enfrentamiento entre el personal de tropa de la unidad aérea y los espías civiles, que las chicanas llegaban hasta lo absurdo. Cuentan los memoriosos que a poco de producido el golpe de Estado, en marzo del ’76, los agentes civiles concurrían por lo menos dos veces por semana a entregar reportes al jefe de Brigada.

“Los tipos llegaban a la mañana, mostraban su credencial, entraban, recorrían algunos lugares sin que los controláramos –porque, al fin de cuentas pertenecían a la unidad castrense- y nos hacían las mil y una para hacernos sancionar”, contó un suboficial retirado. En tiempos de violencia, amenazas, detenciones ilegales y muerte, los espías civiles se daban tiempo para hacer bromas de mal gusto. “Entraban a oficinas del jefe de Brigada, antes de las 7 de la mañana o a los despachos de otras autoridades militares y dejaban cartelitos debajo de los escritorios que decían Bomba y nos hacían llamar en forma anónima”, acotó. En cada llamado, se avisaba que en tal lugar existía un artefacto explosivo. Cuando acudían al punto indicado, se encontraban con el cartel y a las pocas horas, los responsables militares eran sancionados, porque los acusaban de no controlar debidamente la seguridad de los superiores. Las maniobras las hicieron hasta que los suboficiales se pusieron de acuerdo y cada vez que llegaba uno de los civiles en su automóvil, lo paraban en el puesto de entrada y le daban vuelta el auto, revisándole cada rinconcito, por lo cual lo demoraban no menos de una hora. Nunca más hicieron bromas.

No había peatonal en calle San Martín y los muchachos “no se sentían muy bien” entrando y saliendo en una casa de la zona céntrica. En especial, el personal civil, porque no eran pocos los que los observaban ingresar. “Estaban muy expuestos, por más que quisieran camuflarse”, se indicó. Paradojas del destino: con el correr de los años, esa misma cuadra -como sucede en la actualidad- se transformó, en sus bares, en los lugares de reunión obligada de agentes y ex servicios de inteligencia de diferentes organismos de seguridad y fuerzas armadas.

Modus operandi

Si bien la provincia, a poco del golpe de Estado, específicamente en mayo del ‘76, quedó en manos del brigadier retirado Rubén Di Bello -que lo primero que hizo fue ubicar a su hijo como secretario privado- el “poder real” lo tenía el jefe del Ejército Argentino en Entre Ríos, el general Juan Carlos Ricardo Trimarco. De igual manera, Di Bello contaba con una importante porción de poder, en eso de la distribución territorial que hizo la Junta Militar liderada por Jorge Videla y esa instancia era clave en el desarrollo de la vida de los aeronáuticos. No existen imputaciones directas a personal militar de la unidad de calle Jorge Newbery, pero eran parte del esquema sangriento del Terrorismo de Estado, que incluyó a Entre Ríos. Varios aviones Hércules o Fokker descendían regularmente en las pistas de la Brigada Aérea –en especial, en horas nocturnas-, con cientos de detenidos, cuyo número no determinado podía terminar recluido por años en una cárcel de otra provincia o bien desaparecidos. “Por lo general llegaban de madrugada, bajo control de la Armada o el Ejército y a nosotros no nos permitían siquiera verlos ni acercarnos”, indicó un oficial retirado, que ya no reside en esta provincia y que estuviera algunas veces como jefe de turno de la unidad. “Muy pocas veces veíamos los detenidos dentro del avión; siempre estaban encapuchados y atados”, acotó.

(Más información -lo que incluye la nómina de los agentes en cuestión- en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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