No se canta por cantar

Edición: 
863
Un adiós a la Negra

Por Guillermo Alfieri (*)
(Especial para ANALISIS)

Habíamos disfrutado de la palabra de Osvaldo Bayer en el Centro Cultural Juan Laurentino Ortiz. La noche del sábado se prolongó, sin estridencias, hasta el domingo 4 de octubre con temperatura de primavera. El periodista contó detalles fuera de registro de las polémicas contenidas en el libro Entredichos, motivo de su visita para el acto de presentación.

En la mesa tendida para la conversación sustanciosa alguien murmulló: “Maestros como Bayer quedan pocos…”. La sentencia flotó en el aire. En implícita coincidencia los comensales derivaron el sentimiento a lo que se esperaba como pérdida irremediable. La muerte de Haydeé Mercedes Sosa estaba preanunciada, a breve plazo, y la baja inminente hacía más cierta la reflexión acerca de la escasez de lo que tanto se necesita.

De regreso a casa encendimos el televisor para reinsertarnos en las secuencias de la dramática crónica, con final previsto. En el Canal 26 emitían imágenes de la joven Mercedes Sosa, acompañada por la solitaria guitarra de Kelo Palacios. La única cámara fija y el sonido precario insinuaban que la fama todavía no había abrazado a esa muchacha de bonito rostro, con un par de hoyuelos que enmarcaban la sonrisa agradecida por los aplausos, en un espacio austero en ornamentación y tamaño.

Como siempre, la artista evitaba la gesticulación distractiva. Prefería que el canto comunicara, sin interferencias de show, la comunión de poesía y música en un repertorio exigente y cohesionado, sin golpes de efecto demagógicos, con la vista en el piso para disimular el trance de la timidez.

Una frase en italiano dio la pista de que el recital correspondía a la primera gira mundial, en 1967, con escalas en Miami, Lisboa, Roma, Varsovia, Leningrado, Kislovo, Sochi, Gagri, Bakú y Tiflis.

El material de archivo demostraba que los medios audiovisuales, radiofónicos y gráficos esta vez no serían sorprendidos por el suceso. Mercedes Sosa, generosa, les dio tiempo para que la urgencia no provocara la desprolijidad acostumbrada. Sin embargo los operadores del Canal 26 no repararon las deficiencias de emisión, acumuladas hasta lo insoportable. El final de la grabación acabó con el descuido y abrió la oportunidad de observar el resumen informativo de las tres de la mañana. “La Negra sigue grave”, expresó el locutor-periodista, frágil al impulso confianzudo en la agonía de Mercedes Sosa.

Quizá fue el cansancio de la trasnochada lo que nos hizo comparar que Gardel se convirtió en Carlitos después de Medellín y a monseñor Angelelli se lo llamó Pelado luego del magnicidio.

Nos dormimos, aunque la radio quedó prendida. Nos molestó el ruido y mecánicamente estiramos la mano para clausurar el sonido perturbador. La voz que emergía del aparato paralizó el intento. “… los restos serán velados en el Congreso de la Nación… El deceso se produjo a las cinco y cuarto de hoy”. Eso es. Murió Mercedes Sosa, a los 74 años de edad, en el Sanatorio de la Trinidad.
Hay más: los restos serán cremados porque así lo requirió la finada antes de ingresar en estado de coma. Nos levantamos y sacamos de la biblioteca la biografía de Mercedes Sosa, autorizada y dejada en las buenas manos y mejores intenciones de Rodolfo Braceli para la construcción literaria. Constatamos que la decisión no fue de última hora. El testimonio impreso de la protagonista es el siguiente:
“Sabiendo que me moría, hice llamar (en 1997) a una escribana. Le dije que quería dictarle mi testamento. Ella se resistió. Haga lo que le pido escribana, le exigí. Esto va muy en serio. Voy a morirme. Y empecé a dictarle. Y muy clarito puse que quería la cremación de mi cuerpo. Y después las cenizas al aire, al Aconquija. Nada de cajón. Cremación. Cenizas. Que me hagan polvo y se acabó…”

Pensé que tiene que haber razones para que el mandato se cumpla a medias, porque la transmisión en directo exhibió el féretro abierto y la amplificación del homenaje en una mezcla inevitable de pesar sincero con frívola figuración, el dolor y el oportunismo, con acceso libre y gratuito, sin que rija el derecho de admisión.
La difusión se mantuvo, en vivo y en directo, a lo largo de la jornada.

En movimiento
Los adjetivos abruman. Los movileros se afanan en la tarea de detectar personajes que en primera persona narran anécdotas que parecen decisivas en la vida de Mercedes Sosa. Se cumple la irónica definición de Jorge Luis Borges en cuanto a que la muerte nos hace mejores, casi perfectos.
Nos damos tregua en mirar escenas del exterior y el interior del Parlamento. Llamamos por teléfono a Braceli que, en su vivienda del barrio de Colegiales, se apresta a concurrir al velatorio. Le damos el pésame porque su pesar es auténtico.

-¿Vos la conociste en Mendoza?
-Sí. Mercedes y Manuel Oscar Matus, recién casados, llegaron a Mendoza en 1958. Se alojaron en una pieza que les cedió Armando Tejada Gómez, en Luzuriaga. En 1963, con otros artistas, lanzaron el Movimiento del Nuevo Cancionero. Yo trabajaba en el diario Los Andes.

-¿Qué hacía Mercedes Sosa en esa movida?
-Era la única mujer del grupo. En Mendoza se vinculó con un mundo de escritores, escultores, pintores, intelectuales de toda laya, políticos que también eran poetas.

-¿Qué planteó el Nuevo Cancionero?
-Aspiraba a encontrar una música de raíz popular que expresara al país en su totalidad humana y regional, con la concurrencia de sus variadas manifestaciones.

-Toda una fragua para la formación de los artistas.
-Claro. Se comprometían con la ética y la estética que caracterizó la trayectoria de Mercedes.

-¿Vas a ir al velorio?
-Sí.

-¿Qué se te cruza por la cabeza en este desenlace?
-Que la muerte no siempre gana.

La mirada

Nos reinstalamos ante la pantalla. El ojo de las cámaras de televisión tiene la prudencia de evitar los primeros planos sobre el centro del salón donde está el cajón que no quería Mercedes Sosa. Es factible que tampoco le guste que la toquen. Pero no puede defenderse, ni con la mirada. Esa mirada fuerte que a veces no ocultaba el desprecio por los que caracterizaba de “pelotudos envidiosos, zánganos cazadores de brujas”.

En las respuestas a la requisitoria periodística se exponen asombros que asombran. Por caso, que Mercedes Sosa nunca dejó de estudiar. Curiosa virtud para los que eligieron el camino fácil que desconoce la obligación de la formación permanente. Hay presencias discretas que pasan y no posan, que no exasperan con la autoreferencia. Suenan las guitarras y se despierta el canto que prefería Mercedes Sosa. El desfile es incesante, el cuerpo presente le pone freno a la histeria. La manifestación de anhelo es que el legado artístico rompa la superficialidad y neutralice a los farsantes del éxito, domesticados por las leyes del mercado.

Ya es lunes, el cortejo enfila hacia el cementerio de La Chacarita. La improvisada orquesta vuelve a poner música, la cultivada por Mercedes Sosa. ¿Qué dirá ella de los honores póstumos y de los fastos funerarios?

Conocemos lo que dijo: “…A mí me va a dar mucha bronca cuando me muera. No debe estar muy lejos el día que aparezca un filósofo que escriba un libro con una sola frase. La frase que valdrá por el libro entero será que verdaderamente la muerte es una mierda. Una mierda para los que se van y una mierda para los que se quedan sin los que se van”. Así de rotundo para disfumar las glorificaciones insustanciales.

Mercedes Sosa era humanista. No podía ser de otra manera porque creció como creció, con convicciones inclaudicables, con la expectativa de ser como su mamá, detestando a los que cantan canciones de protesta por puro oportunismo.
Ahora en cenizas, descansará tranquila después de recibir tantas visitas. Pero es cierto que nos vamos quedando huérfanos de maestros.

(*) Periodista. Ex jefe de Redacción de El Independiente de La Rioja y El Diario de Paraná. Ex corresponsal de la agencia DyN y ex docente de la carrera de Comunicación Social de la UNER.
Autor de El libro de Alipio Tito Paoletti.

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