María Inés sigue esperando

Edición: 
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A cuatro años del secuestro de Fernanda Aguirre

Daniel Enz

María Inés la sigue soñando. La sigue viendo con ese pelo rubio, a veces suelto, a veces recogido; con toda la alegría adolescente encima. Con esas ganas de crecer, de avanzar hacia su madurez, de terminar las clases en San Benito y continuar en la vida. Pero nada es como antes. Fernanda Aguirre no está. Y ya son cuatro los almanaques que se llevaron esos sueños, esa vida.

Aquellos compañeritos de la Escuela San Benito Abad ya no son los mismos. Están más crecidos, hablan diferente, lucen esas clásicas camperas estudiantiles de fin de año que Fernanda nunca usará y hasta pasan poco por la humilde casa donde cada tardecita se reunían a matear para hablar de sus cosas.

María Inés Cabrol nunca pudo verla crecida en sueños. Para ella sigue siendo su pequeña, esa misma a la que continúa buscando incesantemente, con el dolor y las huellas a cuestas. Esa madre luchadora no es la misma de antes. Estos 1.440 días que pasaron desde aquella fría tarde de julio de 2004 son una eternidad. Los años la arrasaron, la llevaron por delante, la arrastraron por lugares oscuros, de impotencia, bajezas, de intereses estúpidos, de especulaciones de las más variadas. Pero María Inés nunca se quebró. Los ojos se le llenaron de lágrimas una y otra vez, pero jamás bajó los brazos.

Pasaron policías inútiles, soberbios, incapaces, que se adueñaron de cada tramo de un caso complejo, que se ahogaron en su orgullo, en sus ambiciones de poder y que terminaron por tronchar pesquisas, pistas o líneas investigativas que quizás tuvieron un comienzo, pero nunca un final. Que apostaron a hipótesis falsas para desviar la atención y que no dudaron en afianzar jugadas perversas con tal de salvar los pellejos.

Pasaron magistrados encubridores de los yerros del poder que trataron de esconder las agachadas de los dueños de esos mullidos sillones bajo las alfombras hasta tanto pasara el aluvión de cámaras televisivas, deseosas por la primicia cueste lo que cueste. Que bajaron la mirada y negociaron su orgullo cuando se enteraron de que el principal imputado, Miguel Lencina, había aparecido ahorcado en una de las comisarías más vergonzosas de Paraná en los últimos 15 años. Y nunca movieron dedo alguno para sancionar a alguien o llamar la atención. Siempre fue mejor dejar todo como estaba; por la impunidad.

Pasaron funcionarios sin pena ni gloria, que se encargaron de llenar con palabras tanto silencio por la ausencia y el dolor, como así también otros que miraron para otro lado y lo único que hicieron fue delegar cuestiones para no verse afectados políticamente, pese a la gravedad del caso.

Pasaron abogados que jugaron a dos y tres puntas, buscando algún rédito público; que lo único que hicieron fue demostrar la habilidad que tienen para moverse en el fango, en la oscuridad, en el engaño. Pero nadie les creyó.

La única realidad es que Fernanda no está. Que Fernanda sigue sin aparecer. Su figura nunca se vio por ningún lado, pese a las especulaciones que se hicieron sobre una supuesta red de prostitución. Sus restos jamás fueron hallados, pese al supuesto “profesionalismo policial” que se trató de vender, encabezado por un jefe déspota, ignorante e inservible que lo único que hizo fue arruinar cualquier línea investigativa.

Con todo eso se encontraron María Inés, sus hijas, su marido Julio en todo este tiempo. Nunca alcanzó con la voluntad de quienes intentaron revertir la historia desde algún lugar del poder o una estructura judicial. Esos pocos no pudieron con la máquina de impedir diagramada y aceitada hasta en el último detalle. Siempre fueron más los otros, los de la promesa fácil, los engañadores profesionales, los vendedores de ilusiones.

María Inés está más sola que antes, pero no está dispuesta a arrojar la toalla. Sigue soñando con Fernanda. La sigue esperando cada día en esa solitaria habitación de su casa, a la que tanto le cuesta ingresar.

Y espera alguna respuesta. Que alguien le diga algo. Que alguien la ayude.

Como hace cuatro años.

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