Pasternak
En una casa pequeña y alargada de Ciudad Paisaje, hace años, una mujer me juró que escondía una puerta hacia otra dimensión. La confesión final coronaba una larga entrevista, repleta de afirmaciones igualmente increíbles: la mujer contaba que hacía viajes astrales durante la noche, y que tenía un árbol que se había convertido en una fuente energética inagotable. Cuando llegó a la parte del portal hacia otra dimensión, un impulso estúpido, innecesario, nacido de una falsa premisa periodística, me llevó a pedirle que me mostrara la puerta. Ella accedió, y salimos al patio a tocar el árbol y a ver la zona donde aparecían los ovnis.
El patio era como cualquier otro patio. El pasto crecía desprolijo, había ropa colgada y las paredes estaban despintadas. En el árbol me mostró una naranja que había depositado entre las ramas un supuesto científico canadiense, tres meses atrás, para demostrar que la fruta allí no se pudría. Más allá, contra el fondo del patio, la mujer señaló un rectángulo de césped amarillento, rodeado por unas baldosas de cemento. Ahí está, dijo la mujer, esa es la puerta a la otra dimensión, por allí aparecen las naves. La falta de singularidad del asunto, la falta de atractivo y de misticismo del cuadrado de pasto amarillo no significaba nada para ella, que sostenía sus afirmaciones de manera indolente, como si apenas el hecho de afirmarlo fuera suficiente para otorgarle realidad. Yo sentía un agotamiento inexplicable.
Hay lugares y situaciones, absolutamente intrascendentes, que pueden condensar toda la tristeza de la vida. Así era aquella puerta a la otra dimensión, que no tenía un solo rasgo de belleza ni de deformidad, ninguna particularidad más que las que le atribuía su propietaria delirante. Era la puerta a la dimensión más absurda de la existencia, el emblema de la soledad de las personas y la necesidad de reconocimiento, la afirmación vacía de un sentido, por más extravagante que fuese, para darle color a los días y las cosas.
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