Estar preso y volver para contarlo

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769
Una mirada distinta sobre una época marcada a fuego

Sobrevivir es el brillante libro del escritor Eduardo Monzón, de Chajarí. Es un contundente testimonio sobre los años de tortura y desapariciones, previos y durante la dictadura de 1976, contado desde su estilo narrativo y con la crudeza de sus propias vivencias. Monzón estuvo preso siete años en distintas cárceles del país. Este año el Programa Identidad Entrerriana, del gobierno provincial, le financió la publicación de su obra. ANALISIS anticipa en exclusiva uno de sus capítulos, el número 30, seleccionado por el propio escritor entrerriano.

El viaje en carro de asalto hasta la Coordinación de la Policía Federal donde después descubrimos que era nuestro destino, fue de tal modo que no me dejaron tiempo a pensar en lo ocurrido y tener miedo. En el carro íbamos los tres que habíamos quedado (hasta allí yo no sabía cuántos éramos) custodiados como por seis tipos armados y vestidos como hombre de la guerra de las galaxias: cascos, balas en ristras colgando, chalecos antibalas, botas, pantalones a lo Rambo, guantes, y qué se yo cuánto. Dos de ellos se pararon sobre mí, uno apoyado en mis piernas y las nalgas; el otro sobre mi cabeza, apoyada al piso de costado y la otra en la espalda. Se lanzaron como unos dementes por la ciudad de Buenos Aires sin respetar nada, cruzando semáforos en rojo, esquivando autos, gritando todos juntos a quienes cruzaban. En cada frenada (y dieron cientos de bruscas frenadas) se apoyaban furiosamente con las botas, una en la cara, otra en la espalda. Del tipo de atrás, ni me daba cuenta que me pisaba, porque lo que más me dolía era la cara. No sé si Morón está cerca o lejos de la Coordinación Federal, pero lo cierto para mí, es que el viaje duró más que el del avión que habíamos dejado. Cuando llegamos, en que entraron a los gritos pelados, nos tomaron de las piernas y, como estábamos, boca abajo y las manos inutilizadas por estar atadas a la espalda, nos tironearon para bajarnos del carro. Tuve suerte, cuando zafó del piso mi pecho y caería mi cara pesadamente en el paragolpe del carro, una mano sostuvo mi cuello y me salvé del “caretazo” en el hierro. Mi compañero de al lado no tuvo esa suerte, y dio nomás el caretazo, se lastimó mucho la cara y sangraba. Nos entraron a empellones, nos subieron a no sé qué piso, nos iban golpeando en cada oficina que pasábamos, a quien más “valiente”, más gracioso, más ocurrente, haciéndose ver de que eran verdaderamente “antisubversivos”, cuando en realidad eran unos pobres ratones de oficina, y finalmente recalamos en un lugar donde nos mantuvieron parados como varias horas. Yo podía percibir casi el aliento de algún tipo a nuestras espaldas, y era conciente de que la cosa no estaba para bollos. Pero el pelotudo que estaba a mi lado, no percibía lo mismo. Así que, acercando su cara a mi oído, me susurró: “Estamos en DIPA”, que no sabía yo lo que significaba, ni me interesaba, por otra parte. No terminó de decir DIPA, que unos gritos y un manojo de duras esposas, todas juntas, cayeron sobre nuestras cabezas en forma reiterada. “¡Acá no se habla, a menos que les ordenemos!”. Habrá pasado una media hora, nos cambiaron de lugar, estábamos nuevamente esperando, cuando mi compañero de infortunios se le ocurrió nuevamente informarme de algo. Nueva andada de cachetazos. “¿Pero, será posible…?”, me desesperaba. Después nos llevaron a sacarnos las fotos de “prontuario”. Me arrimaron a la pared de fondo a patadas, nos pusieron de frente a la cámara con sopapos en la cara, nos pusieron de perfil con nuevas trompadas. Yo “pensaba fuerte”, como para que mi compañero escuchara mi transmisión de pensamiento: “¡Por favor, sé que son fotos de prontuario, no me digas nada!”. U oyó mi “transmisión” o bien aprendió a sopapos, la cosa fue que no dijo nada. Más tarde, ya en la cárcel, lo conocería y nos haríamos amigos. Tenía sólo 18 años y estaba naturalmente asustado. Bueno, yo también estaba asustado…

Terminada la ceremonia del “prontuariado”, nos tuvieron sentados en el piso, prácticamente solos, sin agresiones. Incluso hablamos. Mi suposición lógica era que inmediatamente nos llevarían a la tortura. Era raro, uno quiere pasar cuanto antes por el “mal trago”. Cuando se aparecía un tipo, suponía que venía a llevarme. Por allá –creo que serían como las dos de la madrugada- lo llevaron a uno de nosotros. Los otros dos esperamos. Luego de algún tiempo, en que casi me habría dormitado, vinieron unos policías de uniforme, y con buen trato dijeron que los sigamos. Allá fuimos con el corazón en la boca, pero no fue a una sala de torturas, sino que nos colocaron en sendos calabozos, de no más de un metro de ancho, seguramente por dos de largo y lo mismo de altura. Era absolutamente oscuro, verdadero nicho. Es feo quedarse solo. Cuando la vista se me acostumbró, por los pequeños haces que penetraban de la luz de afuera, pude ver las paredes, y a juzgar por las leyendas y mugre, seguramente largos años de desesperados, presos de todas layas, habían pasado por allí. Alcanzaba a leer obscenidades, “¡Fulano, cana hijo de puta!”, fechas, “¡Mamá!”, y otras cosas, talladas en la pared, o bien escritas seguramente con sangre. Para nada alentador, por supuesto. Como escuché al compañero que había quedado a mi lado, de quien no sabía ni su nombre, pero que después sabría que era un formoseño y se llamaba Saturnino, le hice unos golpes amistosos en la pared, golpes que respondió inmediatamente. Fue un alivio, eran aquellos tenues ¡tac, tac! un hilo invisible que nos mantendría unidos durante aquellos 11 días que permanecimos en los calabozos. Después, siempre en base al oído, me fui familiarizando con lo que pasaba. Pude descubrir, pasados los días, que la guardia diaria y aún la nocturna del piso donde estaban los calabozos, no eran los torturadores, y que su actitud hacia los presos era profesional, y, hasta en algunos casos, humanitaria. Eran quienes acercaban la comida (siempre un plato de garbanzos semi hervidos, sin sal y fríos), nos sacaban al baño y hasta nos acercaban un vaso de agua, en unos vasos de aluminio todos abollados que había en el piso del nicho. Crisanto, uno de los que viajaron en el primer vuelo, fue traído a la madrugada de la primera noche, evidentemente muy golpeado y torturado. Era un gringazo descomunal, que ya había estado detenido y salido luego de la amnistía de Cámpora, y que habían detenido en la redada que nos llevó a la cárcel a toda la “célula” chaqueña. Pero ahí nomás, no bien lo dejaron y se fueron (este grupo que lo trajo sí eran los torturadores), Crisanto nos habló al resto asomándose a las hendijas de la puerta, nos preguntó “¿Cómo están, compañeros?” y nos exhortó a mantener la calma. Su voz sonaba tranquilizadora. Algo así como “Es fulero, pero se aguanta”. Era bueno que esté allí. Tenía por entonces unos 30 años este compañero, pero a nosotros nos parecía un tipo “grande”, y en él confiábamos. Dijo que se acostaría un rato (era acostarse en el suelo), porque estaba muy golpeado. Al rato se lo oía roncar a “mandíbula batiente” si es que vale la expresión. Yo quedé con los ojos grandes como platos… Al otro día muy temprano no abrieron las “mirillas”, que era un ventanuco de 15 centímetros de lado, por donde éramos observados los encalabozados. En realidad esto parecía ser una “atención de la casa”, porque no había necesidad que estuviera abierta. Pero nos daba una sensación de cierta libertad. Al menos por ellas se podía ver en las celdas de enfrente, a sólo metro y medio de distancia, divididos por un pasillo, al compañero del otro calabozo, e intercambiar información. Cuando asomó Crisanto las cosas mejoraron. Él era un “veterano” de la dura cárcel de Rawson, desde donde habían fugado los 16 fusilados en Trelew, de manera tal que rápidamente comprobó que si hablábamos no pasaba nada. Nos dijo que estos torturadores eran muy “profesionales”, que disponían de picanas con “acelerador de intensidad”, de manera tal que podían aumentar o bajar la potencia, y los que pegaban eran, seguramente, boxeadores profesionales, por la fuerza de sus golpes y el lugar donde daban. Que debíamos estar preparados. Que a él ya era la segunda noche que lo sacaban. En uno de esos informes, lo pescó el guardia. Crisanto rápido se agachó, cuando le abrió la puerta para retarlo o pegarle, y le alcanzó el vaso abollado: “¡Agua!”, dijo, y no pudo evitar una sonrisa casi cómplice y graciosa. El tipo, sorprendido y a la vez con cierta muestra de respeto hacia ese gringo, cuya fama de “duro” ya se había corrido por el piso, tomó el vaso y dijo, benévolo: “¡Pero qué tipo hinchapelotas…!” en tonito aporteñado arrabalero.

Por las noches, no sólo sacaban a Crisanto y a otro de los compañeros llegados con nosotros desde el Chaco. También sacaban a un par de muchachos, que intuíamos que estaban muy mal. Digo por las noches porque durante el día no torturaban. Tal vez sería porque Coordinación Federal era una oficina pública y siempre estaba con gente, y, aunque el edificio era de varios pisos, por las noches al menos, se oían los alaridos de los torturados a varios pisos de distancia. A la noche, después de la “cena”, los guardias del piso pasaban corriendo por los calabozos, contagiados de un nerviosismo asustado, y cerraban los ventanucos, ¡pla, pla, pla!, uno tras el otro. Entonces llegaban “ellos”, la banda de torturadores, que me parecía y aún me parece estar viendo, y que sin embargo no vi nunca. Es notable cómo uno aprende a “ver” con los oídos y a estar atento con el miedo como herramienta. Ya en la cárcel manipularía con gran perfeccionamiento eso que llamo “la herramienta” que es el miedo. Pero allí, luego de mi detención, y más aún por aquellos días que estuve en la Federal, comprobé que el miedo racional es tan valioso como la sensación de dolor físico para preservar el cuerpo. También “ellos” manejaban el arte de producir el miedo. Y el del dolor físico, lógicamente. Y la combinación de ambos. Por eso nos dejaban enterrados en aquellos sepulcros; por eso la invasión a los gritos cada noche, cuando venían a buscar a los que irían al tormento; por eso la zozobra de no saber si era ésa la noche que te tocaría, o la próxima, o tal vez a medianoche; por eso el tenernos mal alimentados; por eso esa sensación de indefensión total, de saber casi con seguridad de que estábamos allí “clandestinamente”, sin familiar alguno que pudiera interponer algún tipo de amparo; por eso la picana con niveles, o los pegadores profesionales; por eso la impunidad de la noche.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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