Luciana Dalmagro
La integrante del Tribunal Oral Federal Lilia Carnero repasa su vida. Habla en detalle de sus años en la universidad, sus primeros pasos en el Poder Judicial y todos los hitos de su carrera. También brinda datos sobre los casos más importantes en los que intervino, cuenta de su vida, de sus hijos y explica cómo “la hija de la maestra de Maciá” llegó a ser una de las mujeres entrerrianas con mayor trayectoria en la Justicia. Asegura que con los años se ha acostumbrado a las miserias humanas, pero revela que cada caso que llega a su escritorio la impacta de algún modo.
Lilia Graciela Carnero es una mujer sumamente elegante. Recibe a este semanario en su despacho, una espaciosa habitación en la que se destacan muchas imágenes de Cristo en láminas enmarcadas, figuras en madera, de bronce, en dibujos. “Son todos regalos que me han hecho los presos”, explica la magistrada, conocida por su trabajo en las unidades penales de la provincia.
Tiene una voz suave y apacible y habla con mucha claridad. Su vida, su carrera, su familia, su trabajo son los temas por los que se desarrollará la charla. Viste un sacón blanco de lana, usa aros, anillos, cadenitas y tiene los labios pintados de rosa. Su cabello castaño rojizo brilla iluminado por los cuatro focos bajo consumo de la lámpara que está sobre el enorme escritorio. Hay una jarra de agua, un vaso, muchas fotos familiares, infinidad de libros y un viejo equipo de música. Llama la atención un portalápices ubicado en una repisa con dos objetos dentro: unas tijeras y un cepillo de dientes. La magistrada se recuesta sobre un sillón verde de respaldo alto y pide disculpas por su resfrío. En la mano derecha sostiene un pañuelo de papel que no soltará durante las casi dos horas de charla.
Lilia Carnero empezó su carrera judicial como secretaria, luego fue defensora, jueza de Instrucción, titular de un Juzgado Civil y Comercial y fiscal de Cámara en los tribunales entrerrianos antes de desembarcar en la Justicia Federal. Pero su historia se remonta algunos años atrás a la localidad de Rosario del Tala, lugar en el que nació hace determinada cantidad de años que, por coquetería, prefiere no revelar. Aparenta alrededor de 50.
“Nací en Tala, pero viví siempre en Maciá. Mi madre era docente. Actualmente está jubilada. Mi padre, ya fallecido, era un pequeño comerciante”, evoca, y es la primera vez de tres que se emocionará durante la entrevista. Hablar de su padre le quiebra la voz.
-¿Cómo era la relación con sus padres?
-Mi padre era un hombre de mucho carácter, pero muy cerrado. Nunca tuvimos una comunicación muy fluida, pero la relación siempre fue buena. Había sido funcionario o empleado, nunca supe bien, de un organismo nacional que controlaba las plagas. Tengo un recuerdo raro que asocio con su trabajo: en mi casa siempre había muchas patitas de loro. Lo dejó cesante la Revolución Libertadora, pero se acomodó y se dedicó a la distribución de golosinas y cigarrillos. Era peronista y años más tarde fue intendente de Maciá hasta el golpe de Estado de 1976. Tengo el mejor recuerdo de mi padre, aunque problemas de salud muy graves que padeció hicieron de él una persona ensimismada. Mi madre siempre fue una luchadora, una docente de esas de antes. Era directora de la escuela del pueblo, que quedaba enfrente de casa, y siempre estaba preocupada por todos los detalles. Era muy dedicada. Capaz de cruzar la calle en plena noche porque veía que alguna puerta del colegio había quedado abierta. Cursé mis estudios en esa escuela, pero ella nunca permitió que yo estuviera en los grados que tenía a cargo. Cumplía las directivas de mi padre y nos crío a mí y a mis tres hermanos -soy la mayor- en la disciplina del estudio y en un contexto de igualdad y solidaridad hacia el prójimo.
-¿Qué recuerdos tiene de sus años en Maciá?
-Maciá era una comunidad muy chica en la que todos nos conocíamos y de niños éramos todos iguales. Igual, yo me sentía importante porque era la hija de la maestra. Después me di cuenta de que pertenecía a la clase media argentina para abajo, aunque nunca nos faltó nada. En la primaria me sentaba al lado de una compañera que tenía una letra preciosa y no tenía cuaderno. Entonces, yo me ocupaba de borrarle todas las hojas prolijamente para que las volviera a usar. Evidentemente era de una familia muy pobre, pero en ese momento nos sentíamos todos iguales. Nos educamos con ese espíritu. Con los años me di cuenta de que nada era tan así.
-¿Cómo fue su adolescencia?, ¿no se aburría un poco en un pueblo tan chico?
-Cursé en Maciá hasta el tercer año de la secundaria porque no había más. Y nunca me aburrí. Al contrario. Hacía de todo. Me recibí de perito mercantil y de maestra. Mientras cursaba el ciclo básico rendía libre las equivalencias para perito mercantil. Jugaba al básquet, aunque nunca me destaqué, estudiaba francés con una señora que era suiza; enseñaba a mis compañeros que se quedaban atrás. Me entretenía con todas esas cosas. Tenía muchos amigos y mi mamá siempre debía salir a buscarme.
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