J. P.
La calle está llena de fragmentos y de objetos quebrados y de papeles enteros y cortados. Es domingo. Es lunes, mejor dicho, las 2 AM, y caminamos por la ciudad como si fuéramos momias, el cerebro saturado, el cuerpo laxo, las piernas temblorosas, las manos con olor a nicotina, y a sudor y a polvo y a muzzarella barata. Todavía se pueden ver, desde algunas esquinas, puñados de borrachos dispersos que regresan a casa sin ganas pero sin remedio. Es una madrugada nostálgica y bananera y la ciudad es el escenario adecuado para el fin de cualquier batalla: un examen final, el estreno de una obra, un primer encuentro sexual, la publicación de una investigación, una declaración en un juicio. La adrenalina se retira; el cuerpo se invade de humo, de cansancio de huesos y de confusión. ¿Qué hice? ¿Qué hice? Saltamos la cabecera de una cama, oblicua sobre la vereda. Después saltamos media parrilla de madera -la misma cama tal vez-, y después media más. Si no fuera por la destrucción que asoma en los cordones, prueba de la existencia de la gente, esta noche podría haberse convertido, simplemente, en “aquella noche, la de las elecciones espectaculares del 2007”.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)