Heridas que no sangran pero nos duelen todavía

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Cómo funcionaba el mayor centro clandestino de detención de la dictadura, en el Batallón de Comunicaciones

Juan Cruz Varela

En el Batallón de Comunicaciones funcionó el más grande centro clandestino de detención que se conozca en la provincia de Entre Ríos durante la última dictadura militar. Comenzó a operar el mismo 24 de marzo de 1976 y se calcula que por allí pasaron más de 600 detenidos-desaparecidos. Aunque el lugar fue destruido y ya no quedan vestigios de aquellos calabozos, el próximo 19 de abril, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y el Registro Único de la Verdad descubrirán un monumento que señalará el sitio como lugar del horror. A 31 años del inició de la más larga noche que recuerda la Argentina, ANALISIS reconstruye, a través de testimonios de ex detenidos, la historia de aquel lugar, para reavivar la memoria, sostener el reclamo de justicia y sacar a la luz la verdad de aquellos hechos para que los vecinos de Paraná tomen nota de cosas que pasaron a pocas cuadras de sus casas. Juan Vilar, Rosario Badano, Mariana Fumaneri, Eduardo Ayala, María Luz Piérola y el recuerdo de Victorio Coco Erbetta, son algunos de los protagonistas de aquella historia.

“Comunicaciones”, como lo llaman los ex detenidos políticos fue el centro clandestino de detención más grande de la provincia. Se calcula que por allí pasaron unas 600 personas como detenidos-desaparecidos, muchos de los cuales continúan en esa condición. Desde el gobernador Enrique Tomás Cresto (PJ) y la cúpula del gobierno provincial hasta dirigentes gremiales, estudiantes secundarios y militantes políticos y sociales. Lo que llaman “Comunicaciones”, es el Batallón de Comunicaciones del Ejército, que estaba ubicado en la sede del Comando II Brigada Blindada General Justo José de Urquiza, en calle Avenida Ejército 1.999, detrás de lo que se conoce como el Hotel de los Inmigrantes, y en el que operaban fuerzas conjuntas del Ejército, Policía Federal y provincial, Servicio Penitenciario y civiles, bajo el control y supervisión del Segundo Cuerpo de Ejército.

El ingreso al enorme predio continúa estando en la esquina de Avenida Ejército y Alvarado. Una barrera y un puesto de guardia eran entonces la primera parada. A la izquierda estaba la residencia del interventor militar de turno. Había que cruzar unos 200 metros en línea recta y rodear una rotonda hacia la izquierda para llegar al segundo puesto de guardia, ya dentro de edificio. Enfrente estaba ubicada una habitación que a menudo era utilizada para alojar detenidos. Luego recorrían otros 100 metros y atravesaban una puerta con forma de arco antes de llegar a un hall con piso de mosaicos rosados. Allí se encontraban las oficinas, donde muchos de los detenidos, ya encapuchados, eran fichados -en algunos casos también fotografiados- y, luego de cruzar un patio, llevados a los calabozos.

Se trataba de 10 celdas individuales, de unos 2,50 metros de altura, 1,20 metros de ancho y 2,50 metros de fondo que formaban parte de una construcción independiente que robaba espacio a un amplio patio. Adelante tenían una puerta metálica, con un cerrojo y un candado en el exterior, con seis agujeros en el medio para que entraran luz y aire, aunque estaban tapados con una especie de papel encerado, que dejaba lugar a un pequeño hilo de luminosidad. En la parte opuesta, a pocos centímetros del techo, había una pequeña ventanita con rejas que de día dejaba pasar la luz, pero en invierno o cuando llovía se transformaba en otro elemento de tortura. El piso era de baldosas coloradas y las viejas paredes estaban derruidas por la humedad. Allí, los detenidos solo tenían un colchón de paja. En las celdas, estaban encapuchados o con los ojos vendados, según el caso. A veces estaban solos, otras veces había dos o tres personas en cada cuarto. En los calabozos nunca había más de 20 detenidos, aunque enfrente había otras habitaciones en las que también se alojaba a presos políticos.

Al mediodía recibían una ración miserable de polenta, sopa o guiso y dos o tres panes y la mayoría de las veces tenían que comer rápido, antes que se enfriara, y con las manos. A la noche, la oscuridad se robaba todos los espacios y directamente no sabían lo que les daban en el mismo bol mugriento de horas antes.

Para llegar a los baños, eran conducidos a través del patio. En realidad, se trataba de un lugar con grandes piletones que tenían varias canillas, un inodoro a la turca -era un compartimiento sin puerta- y paredes de cemento, pero sin duchas. Los presos eran sacados tres veces por día para que hicieran sus necesidades. A la mañana, después del mediodía y a la noche, un guardia los llevaba, de a uno y encapuchados hasta el baño y luego los devolvía a las celdas. Durante el tiempo en que estaban alojados allí, la única posibilidad de higienizarse consistía en tirarse un poco de agua en el cuerpo, ya que no tenían jabón ni toallas.

Esta descripción no forma parte de ninguna ficción. Este lugar existió en la ciudad de Paraná. Allí hubo detenidos y carceleros, torturados y torturadores, muertos y asesinos, desaparecidos y desaparecedores. Y también hubo cómplices. Médicos que revisaban a los torturados para determinar cuánto más podían resistir la picana; sacerdotes que hurgaban para tratar de sacar información útil para las botas y luego consolaban con mentiras a los familiares; jueces que rechazaban los pedidos de habeas corpus. Pero sobre todo, en Paraná hubo mucho olor a muerte y muchos que se hicieron los distraídos.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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