Daniel Enz
Esperó el momento justo para morirse. Ni el Día del Psicólogo -como quizás hubiese querido, porque siempre dijo que se iba a ir el 13 de octubre-, ni el día del cumpleaños de su madre, ni el Día de la Madre. Partió casi a la misma hora en que las facciones peronistas se enfrentaban a palazos, piedras y tiros, minutos antes de que llegara el féretro del general a la Quinta de San Vicente. “Ah, esto de nuevo no”, quizás hubiese pensado, en el Día de la Lealtad. Como buena peronista. Y se fue.
Resistió como pocas. La tarde que la sacaron por última vez de su departamento para ser derivada al sanatorio -cosa que se dio cuenta perfectamente-, a las señas, casi como que se despidió de cada una de sus amigas. Esa noche se durmió y nunca más despertó. Fueron casi seis días en estado de coma profundo, en la habitación 51.
Algunos días previos prácticamente había perdido el habla por el avance del cáncer, ese que se sigue llevando amigos, familiares, seres queridos, mientras tanto hijo de puta sigue suelto por la vida, caminando sin mayores problemas. ¿Será que ese tipo de personas tiene tanta mierda adentro que los hace inmunes a todo tumor maligno? Tres días antes de ser internada sus amigas llegaron al departamento. Esa silenciosa Mercedes se levantó de golpe de la cama, se puso una larga remera, se sentó con ellas en el living, dijo algunas cosas y hasta se puso a tomar mate. La Mercedes que nunca tomaba mate -para ella, mejor el té o el café- fue como que les dio el gusto, provocando el asombro de su madre Olga y de su querido hermano Jorge. Pero era así.
Mercedes nunca dudó de su final. En los últimos meses se ocupó de regalar varias de las cosas que más amaba a sus más queridas amigas y sobrinas postizas. Le escribió una extensa carta a su sobrino del alma, Guido, a quien muchas veces en la vida puso en el lugar del hijo que nunca tuvo y era feliz con eso. Y esperó la muerte de la mejor manera posible. Con dolor, pero también con una paz poco usual. La muerte la rondaba y ella estaba convencida de que se tenía que ir lo antes posible. Para no molestar a sus más allegados, a los que siempre instó a que nunca dejaran de hacer lo que debían, a cambio de estar con ella. “Yo voy a estar bien, no se preocupen. Ya es hora de que me vaya”, les repetía, con una serenidad propia de una persona especial.
La noche del velatorio se podía tomar conciencia del amor generado por Mercedes en todo este tiempo terrenal. En ese frío féretro estaba rodeada de psicólogos, psiquiatras, docentes, alumnos, militantes, amigos y más amigos. El desfile fue incesante. Había lágrimas de dolor e impotencia, pero también abrazos eternos y sonrisas cómplices para recordar anécdotas y actitudes de La Mecha en estos 53 años.
Atrás queda su sonrisa, su belleza, sus firmes palabras y actitudes; su bondad, su inteligencia y militancia social. Su dignidad y honradez, su consejo sabio y su pregunta justa para saber en qué andaba uno o qué proyectos tenía. Todo eso era Mercedes. Y seguramente mucho más.
(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)