El partido más largo de la historia

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La trama oculta del cotejo entre Argentina y Perú en el Mundial ‘78

Pablo Llonto es periodista. Nació el 12 de abril de 1960 en la provincia de Buenos Aires y hace un año publicó La vergüenza de todos. El dedo en la llaga del Mundial 78 (Ediciones Madres de Plaza de Mayo), una exhaustiva y apasionante investigación sobre el impacto político que significó el campeonato mundial de fútbol para el autodenominado Proceso de Reorganización Nacional. ¿Hubo sobornos a los jugadores de Perú para que Argentina llegue a la final? ¿Hubo un arreglo directamente a nivel de los gobiernos de ambos países? ¿Pagó Argentina con embarcaciones de trigo el resultado de aquel partido? A continuación, ANALISIS reproduce completo el Capítulo 6, en el que se narra minuciosamente las circunstancias que se sucedieron en las horas previas y los oscuros hechos que rodearon el juego que depositó a la Selección Argentina en la final de la Copa del Mundo.

El teléfono sonó solamente una vez. Rodulfo Manzo atendió velozmente pensando que era alguno de sus familiares desde Lima que había olvidado felicitarlo por su cumpleaños. O uno de los tantos periodistas peruanos que buscaba una nota en las horas previas del gran partido ante Argentina.

-Che peruano, mirá que hay 50.000 dólares para ustedes si dejan que Argentina les gane por más de cuatro goles. No te olvidés negro, son 50 lucas verdes -dijo una voz gruesa desde el otro lado.

Manzo no podía creer lo que escuchaba. Tampoco lo entendía. ¿Por qué esa voz misteriosa y muy argentina pedía con él, un modesto defensor del seleccionado peruano sin influencias en su equipo? ¿Qué serían esas “lucas” de las que hablaba ese mensajero? Nunca se preocupó por averiguarlo, pero aquel martes 20 de junio de 1978 sintió miedo.

No era la primera oferta que recibían los jugadores peruanos. En forma más oficial y sin teléfono de por medio, allegados a la selección de Brasil le acercaron al plantel que dirigía Marcos Calderón una tentadora incentivación para ganar: un paquete de 6.000 dólares por cabeza y vacaciones en la paradisíaca isla de Itaparica a cambio de impedir la clasificación argentina y favorecer a los brasileños.

Manzo guardó el secreto y jamás le dijo una palabra al resto del plantel. “Para qué más leña al fuego”, pensó. Por entonces la concentración peruana era todo lo contrario a un lecho de rosas.

A pocos días de desembarcar en la Argentina estalló el primer rumor: se habían agarrado a golpes los jugadores de Alianza y Sporting Cristal. Para Cristal jugaban Ramón Quiroga (arquero), José Navarro, Héctor Chumpitaz, Toribio Díaz (defensores), Alfredo Quesada, Raúl Gorriti y Roberto Mosquera (volantes), Percy Rojas y Juan Oblitas (delanteros). Por Alianza sacaban la cara Juan Cáceres (arquero), Jaime Duarte, Roberto Rojas (defensores), César Cueto, José Velásquez, Teófilo Cubillas (volantes), Hugo Sotil y Guillermo La Rosa (delanteros). Quienes merodeaban la concentración peruana hablaban de celos y hasta de rivalidades raciales entre los dos grupos. Para muchos jugadores de Cristal, ellos eran los lindos y los de Alianza “los negros feos”.

La estrella del equipo, en cambio, no pertenecía a ninguno de los bandos: Juan José Muñante, un puntero derecho veloz como un coyote, que a los 30 años cosechaba elogios en el Guadalajara de México y embolsaba dólares que eran la envidia del resto del plantel. También bailaba como los dioses. Se sentaba solo, siempre con una enorme radio al lado y apenas les dirigía la palabra a los muchachos más nuevos para darles algún consejo o algún regalo. Marcos Calderón, el técnico, le hablaba lo necesario. En el entretiempo del partido que habían perdido con Polonia (0-1), Calderón le había pedido que pusiera más empeño. Muñante se enojó y le contestó en voz alta que él siempre jugaba de la misma manera. El entrenador no le perdonó el reproche: Percy Rojas reemplazó a Muñante en el segundo tiempo.

Como en México a Muñante le pagaban en dólares, la Federación Peruana de Fútbol debía abonarle el mismo salario y en la misma moneda mientras estuviera a disposición de la selección. En el mismo partido ante los polacos, Velásquez, quien estaba jugando muy bien, observó que Muñante no estaba a la misma altura y lo guapeó. En el medio de la cancha, le pidió que marcara y le recordó que ganaba más plata que todos. Muñante eligió el silencio de los vengadores y lo esperó en el ómnibus de regreso para desafiarlo a pelear en la concentración.

Así llegaba Perú al partido más importante del Mundial; no para Perú, sino para la Argentina.

*****

Los días que debieron ser los de la vigilia fueron en realidad de relajo. El equipo peruano estaba eliminado y los militares que presidían la delegación entendieron que el plantel ya había hecho lo suficiente como para tirar la chancleta. El almirante Gálvez y el capitán Mora, a quienes los jugadores maldecían a escondidas acusándolos de "no estar a la altura de un Mundial", acordaron con el técnico Marcos Calderón que era hora de pasear y salir de compras. El dólar se cotizaba bien y valía la pena llevarse un poco de ropa de cuero argentino, tan bien vista en los paseos por Miraflores. El happy day debía ser completo y por eso el último entrenamiento fue menos que un recreo escolar.

Los jugadores no se opusieron. “Yo con sólo saber que tengo mi carnet de mundialista ya me alegro, tengo algo para contarle a mis hijos”, comentaba La Rosa. No era el único. Si bien Perú tenía antecedentes mundialistas que incluían una excelente actuación en México ‘70, también era cierto que, por entonces, para un futbolista peruano llegar a un Mundial era como ingresar a la Universidad. No pocos, además, recordaron que, al llegar a Mendoza, unos días antes del debut, varios hinchas escoceses que pasaban cerca de la concentración se rieron de ellos y les mostraron la mano abierta mientras vociferaban en inglés algo que no necesitaba traducción: "We five, you zero".

Cuando terminó la primera rueda del Mundial. Perú lideraba su grupo; con siete goles superaba a todos en contundencia ofensiva, había empatado con Holanda, el último subcampeón del mundo, y en su plantel brillaba el hasta entonces goleador y mejor jugador del torneo, Teófilo Cubillas. “¿Qué más podemos pedir, patita?”, decían sus jugadores a los periodistas que se acercaban a husmear a la gran revelación de la Copa.

Ni siquiera Francisco Morales Bermúdez Pedraglio, hijo del general Francisco Morales Bermúdez, el dictador peruano que gobernaba en 1978, dio una contraorden. Moralito, como lo llamaban, acompañaba a la delegación por su cuenta y porque, según él, era “muy amigo de los jugadores”. Los 12 meses de 1977 en los que fue parte de la Comisión de Alto Nivel del Fútbol Peruano le daban chapa para pavonearse entre sus amigos: “A los 26 años tuve el honor y el orgullo de clasificar a mi país a un Mundial. ¿Qué me cuentan?”. Entre sus gestiones administrativas más célebres los jugadores recordaban que había sido Moralito quien consiguió en forma veloz la nacionalidad peruana para el arquero argentino Quiroga.

Papá Morales, mientras tanto, se jactaba entre sus generales amigos de la buena relación que mantenía con los militares argentinos. Con él en el poder, los grupos latinoamericanos de la represión secuestraron en Lima a Carlos Alberto Maguid, un ex militante montonero, cuñado de la dirigente montanera Norma Arrostito, para entregárselo a los carniceros argentinos que lo reclamaban en la Escuela de Mecánica de la Armada. Cada pedido de Videla era una orden para Morales Bermúdez. En marzo de 1977, el peruano le hizo el favor de detener, por nueve días, a siete argentinos que residían en Perú para que no tramaran ningún acto de protesta mientras duraba la visita de Videla a Lima. Los militares del proceso les retribuirían con el encarcelamiento de 13 deportados peruanos durante 1978 y con la impiedad a los detenidos de origen peruano que caían en calabozos argentinos. El caso más conocido había ocurrido en el centro clandestino Puesto Vasco, en Don Basca, provincia de Buenos Aires, el 13 de octubre de 1976: los guardias torturaron a un secuestrado peruano que tenía un brazo enyesado porque la selección argentina le había ganado con dificultad a Perú.

Pero a medida que pasaban las horas todo el entorno del equipo peruano se preguntaba qué tramaba Marcos Calderón, el entrenador de los milagros. Pese a las derrotas frente a Brasil y Polonia y la consecuente eliminación, Calderón todavía mantenía el respeto de los críticos que apenas le reprochaban en voz baja su terquedad por clasificarse primero en el grupo inicial, lo que determinó que Perú, en la segunda ronda, cayera en la zona de la muerte junto a Brasil y Argentina. Los trascendidos indicaban que el día del partido con los argentinos, don Marcos deshojaba extrañas margaritas.

¿Poner o no poner a Manzo lesionado? Calderón lo incluyó. ¿Poner o no poner a Velázquez lesionado? Calderón lo incluyó. ¿Poner a dos figuras como Hugo Sotil y La Rosa que tenían experiencia en el Mundial? Calderón los dejó en el banco. ¿Hacer debutar en semejante partido de un Mundial a Roberto Rojas como marcador de punta y a Roberto Mosquera como delantero? Calderón se arriesgó con Rojas y no pudo darse el gusto con Mosquera porque no había camiseta roja con su número.

Lejos de la habitación del técnico, los jugadores se trenzaban en otra de sus discusiones. Chupete Quiroga, el arquero argentino nacionalizado peruano, fue puesto en observación por el plantel. Nadie se animó a decirle en la cara que no debía jugar para evitar sospechas, pero un jugador le hizo la pregunta inevitable:

-Chupete, ¿estás seguro de que te sientes bien para jugar? -le dijo Muñante.
-Oye huevón -contestó Quiroga en el lenguaje de su nueva tierra- ¿Tú crees que yo vine aquí para qué chucha? Vine a jugar un Mundial y lo juego.

El apodo de Chupete era obra de un periodista rosarino. A los 28 años, Quiroga regresaba a su ciudad natal nada menos que para definir la clasificación de su país de origen. Jugaría en el estadio de su primer y amado equipo Rosario Central y aceptó posar para los fotógrafos en un abrazo con su madre argentina en un gesto que no hubiese merecido una mención en ningún diario, de no haber sido porque al día siguiente jugaban Argentina y Perú.

La pregunta de Muñante le había dolido más que ninguna. Y sintió ganas de decirle lo que le decía a sus más íntimos (“ese negro de mierda, ¿de qué se la da?”), pero habría estallado todo. Ya bastante tenso estaba el clima y las divisiones que se mantuvieron durante todo el Mundial entre “los lindos” de Cristal, como los llamaba Quiroga; y los jugadores negros de Alianza, liderados por Cubillas. La respuesta de Quiroga terminó la charla. Por un costado, Manzo se retiraba del salón rengueando de la pierna izquierda.

El equipo sin ilusiones pasó una noche terrible. El hotel rosarino fue abandonado a su suerte por los militares y de esa manera, desde la medianoche y durante la madrugada, decenas de hinchas argentinos aprovecharon la zona liberada para tocar bocina, gritar y zapatear en las narices de los jugadores que debían enfrentar a los locales.

-¿Dónde mierda está la seguridad? -se quejó Calderón a un conserje.
-No sé señor, ya reclamamos y nos dijeron que tengamos paciencia.
-¡Hijos de puta, silencio! ¡Dejen dormir! -gritaba Quiroga desde su habitación.

A las dos de la mañana, Quiroga suplicaba que volviera el helicóptero y los 10 patrulleros que le habían asignado a la delegación peruana al llegar a Buenos Aires y se arrepintió de la broma que ese día le hizo a un teniente: “¿Para qué nos cuidan tanto? Si algún terrorista secuestra a un peruano van a devolvemos rápido y con plata encima”. Recién se tranquilizó cuando al mediodía siguiente llegó el micro que transportaría a Perú hasta el estadio. El chofer tenía un arma corta y cuatro patrulleros se ubicaron a los costados del vehículo. Lo que no se imaginaba era que el miedo se metería en el cuerpo de varios de sus compañeros.

Todo era extraño. El micro tardó dos horas en efectuar un trayecto de 15 minutos desde el hotel hasta el estadio de Rosario Central y por momentos los jugadores parecían rehenes de un chofer distraído que no acertaba las calles y de un centenar de desaforados que los insultaban por cada trayecto que agarraban. Era apenas la antesala del infierno. Al llegar a Arroyito, el chofer se mandó una última avivada porteña. Simuló que no sabía por qué puerta debían ingresar y con una maniobra se ubicó a metros del ingreso de miles de hinchas argentinos a la popular. El micro tembló.

Entraron al vestuario una hora antes del partido. Alguien acomodó la imagen de Santa Rosa de Lima y otro tardó en poner en pie el retrato de El Señor de los Milagros. Sobraban santos pero faltaba fe. Cuando a las 18.25 la puerta del vestuario se abrió, la mayoría de los jugadores no entendía nada: custodios, hombres de traje, muchos anteojos oscuros y, en el medio de tanto movimiento, un rostro que a varios les parecía muy conocido.

No era la primera vez que Jorge Rafael Videla concurría a un partido del Mundial, pero sí la primera vez que bajaba a los camarines de un equipo visitante. Pese a que no le interesaba memorizar ni uno solo de los nombres de los jugadores peruanos, era el segundo partido de Perú que seguiría desde la platea oficial. En la subsede Córdoba ya había visto Perú-Escocia. Pero lo que realmente lo había entusiasmado no eran los firuletes de Cubillas o de Cueto, sino la ovación que lo recibió en Mendoza. El grito de “Videla/Videla” partió con naturalidad desde las populares antes del comienzo de Holanda-Escocia.

Videla era un hombre de amenazar sin hacer amenazas. Los periodistas políticos recordaban su discurso en Tucumán, durante la Nochebuena de 1975, cuando le advirtió al gobierno de Isabelita: “Frente a estas tinieblas, la hora del despertar del pueblo argentino ha llegado. La paz no sólo se ruega. La felicidad no sólo se espera, sino que también se ganan”. Detrás de esas palabras, los militares hacían circular el plazo que le daban a la señora de Perón para cambiar el rumbo: noventa días, ni uno más.

Cuando entró Videla, la mayoría de los jugadores peruanos se cambiaba bajo protesta porque les habían ordenado ponerse las camisetas rojas suplentes, las que tenían banda blanca en lugar del uniforme tradicional de blanco y banda roja. Oblitas y Leguía alcanzaron a mirarle los ojos antes de que una voz gritara:

-¡Atención! Nos visita el general Videla para saludarnos.
-Señores -arrancó Videla- sólo quería decirles que el de esta noche es un partido entre dos países hermanos, y en nombre de la hermandad latinoamericana, vengo a manifestarles mi deseo de que las cosas se desarrollen bien.

Solamente los más jóvenes dejaron de cambiarse para escucharlo. Los demás seguían en lo suyo, algunos detrás de las paredes del vestuario. Alguien murmuró un “gracias” y Videla se marchó sin darle la mano a ninguno de los jugadores.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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