El sufrido vecino, ciudadano y habitante

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Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

Los tiempos transcurren y las relaciones del poder político con la comunidad cobran nuevas formas participativas. Pero muchas veces ello no pasa de ser una mera formulación, porque ese propósito de integración llamado a sostener el desarrollo y el progreso de una ciudad, no sirve si desde el centro de las decisiones políticas y de los serios y profundos debates de ideas, planes y proyectos, no se tiende la mano para el diálogo, la propuesta y aun la misma crítica que ayuda a rectificar errores y corregir desaciertos.

Hemos expresado reiteradamente que más grave y frustrante que carecer de las normas necesarias y elementales para vivir en sociedad, es contar con ellas pero no respetárselas desde la conciencia de cada ciudadano o, no menos condenable, no hacerlas cumplir la autoridad con competencia para actuar como policía de aplicación.

Cumplir con una ordenanza municipal y hacerla prevalecer no es una opción voluntaria de gobierno y gobernados, sino una inexcusable obligación conjunta. Y vaya si no adquiere vigencia la sentencia de que para ser libres debemos ser esclavos de la ley.

El disparador de estos comentarios se venía preparando desde hacía tiempo y tuvo aceleración días pasados cuando un grupo de vecinos de un sector de nuestra ciudad reclamó a los organismos pertinentes que se les garantice el derecho elemental a vivir en tranquilidad durante las horas empleadas en un legítimo e imprescindible descanso.

Por la zona de Avenida Rivadavia y sus calles transversales cercanas al Parque Urquiza –y no significa que sea la única en nuestra ciudad- se instala especialmente los fines de semana un deambular nocturno de diversas formas de salvajismo e irrespetuosidad, favorecidos por la indiferencia de algunos organismos. Ya no son sólo los potentes bafles móviles, cuyos decibeles apuntan a provocar una prematura hipoacusia en los jóvenes y desvelar a los sufridos vecinos que merecen un sueño tranquilo y reparador. Se trata de picadas callejeras con motores rugientes y escapes libres, bocinazos y griterío estentóreo de energúmenos inadaptados.

La Organización Mundial de la Salud ha sido muy clara respecto de los perjuicios de los ruidos excesivos que inciden no solamente en la audición sino hasta en el equilibrio emocional del ser humano (nuestra vía pública es a pleno día una permanente e inaceptable muestra de lo que no debe ocurrir) que recibe agresiones gratuitas. El descanso no es un lujo y la recuperación en la cantidad de horas y en el tramo donde realmente se la debe lograr, no es un capricho. Quien duerme mal y no descansa lo debido no rinde en sus tareas, amén de otros problemas derivados. Y este derecho-necesidad no puede quedar librado a las andanzas de forajidos estimulados por el alcohol y sostenidos por una ignorancia supina sobre las normas que rigen la convivencia.

Recientemente se publicó un informe no sólo sobre el creciente consumo de alcohol per cápita, sino por el adelantamiento progresivo en la edad de iniciación (desde los 12 años ya comienza lo que finalmente puede desembocar en sometimiento a esta ingesta).

Ahora se ha conocido la implementación de operativos en la zona de El Rosedal, convertida por las noches en boliche a cielo abierto con sus correspondientes mingitorios “naturales” donde impera la más acabada síntesis de transgresiones y compendio de atropellos al vecino, ciudadano y habitante que abona religiosamente impuestos y tasas y lo menos que puede pretender es disfrutar de una razonable tranquilidad. Pero es igualmente repudiable la práctica de transformar zaguanes, paredes y rodados en receptores de las micciones como manifestación de un libertinaje amparado en la insuficiente vigilancia. Quede claro que este cuadro global es apenas un caso, porque en toda la ciudad se dan ejemplos que constituyen una burla a las leyes que amparan al conjunto social sin excepciones.

No se trata de renunciar a la hermosa condición de joven (¿quién no lo ha sido alguna vez?) sino de vivirla en plenitud. Y para ello resulta elemental e inexcusable asumir vías de respeto recíproco.

Ni qué decir de la ocupación indebida del espacio público, al cual incurren particulares pero también organismos estatales de diferentes jurisdicciones, unidos por el cordón de la irrespetuosidad.

En mayo de 2005, el edil Jorge Maier (Concertación Entrerriana) presentó un proyecto de resolución en el que pedía al Departamento Ejecutivo Municipal que intensificara los controles para hacer cumplir las ordenanzas referidas a la reposición de los espacios verdes en donde la folclórica tendencia de muchos los incorpora al uso personal. Casos emblemáticos denunciados oportunamente, con pruebas muy claras, no fueron corregidos por los funcionarios responsables para los cuales parece que en esto de la igualdad ante las normas algunos son más iguales que otros.

Aquí se estaciona impunemente sobre veredas y césped, pero también se arremete contra el espacio público haciendo uso y abuso de nuestra peatonal o eliminando especies arbóreas a gusto y paladar para satisfacer intereses propios. Asimismo, depositando escombros en el sitio por donde se transita y, lo que es peor, olvidando el respeto por la seguridad e integridad de quienes carecen del sentido de la visión. ¿O acaso se olvida que este mundo se creó para todos?

Cuando el vecino, ciudadano y habitante (que hoy ve marchitarse su presupuesto por el grosero incremento de las tasas) decide no transitar más el camino de la resignación y convertir su impotencia en una exigencia llena de indignación, significa que el funcionariado debe empezar a escucharlo en serio, tomar nota y darle respuesta.

Si el descontrol y el vandalismo –que además suman una constante arremetida contra obras de arte, edificios y viviendas, monumentos y hasta templos- sigue siendo para las autoridades públicas una hipótesis conflictiva y desintegradora de los carriles de convivencia, sólo hace falta apretar las marcas y ser absolutamente inflexibles en defensa del derecho conculcado.

Ningún segmento de la existencia humana constituye una especie de salvoconducto para jorobarle la vida a terceros ni apellido alguno concede chapa de inmunidad.

Permitir todos estos excesos no desprovistos de eventuales acciones delictivas es un signo de debilidad del poder administrador frente a los irracionales y de abandono de claras y obligatorias incumbencias.

Vivimos en una gran ciudad, la Ciudad paisaje, no en una jungla donde impera la ley del más fuerte. Por ello, defendiendo el genuino interés del vecino, ciudadano y habitante es que reclamamos actitudes conciliatorias y armonizadoras del espíritu de convivencia, para que las interrelaciones se desenvuelvan sin desbordes, en un marco de sanas, prudentes y respetuosas exteriorizaciones.
Ejerciendo el legítimo derecho a la diversión y el esparcimiento, pero no a la barbarie, a la vez que salvaguardando la tranquilidad general y particular, preservando la propiedad privada y, en definitiva, haciendo que las ordenanzas, además de ser prolijas, sean efectivas, seguramente que la vida en Paraná será mucho mejor, más ordenada y más placentera.

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