El reconocido periodista y escritor capitalino Horacio Verbitsky publicó recientemente el libro El Silencio, sobre las relaciones secretas de la Iglesia durante la última dictadura. El texto que sigue forma parte del trabajo editorial y refleja algunos de los movimientos del entonces vicario castrense y arzobispo de Paraná, monseñor Adolfo Servando Tortolo. Como para no olvidar, a 29 años de la etapa más sangrienta y dolorosa de nuestro país.
En 1975, durante la tormentosa presidencia de Isabel Martínez de Perón, Caggiano resignó sus dos últimas dignidades, como arzobispo de Buenos Aires y vicario general castrense, a cargo de la evangelización de las Fuerzas Armadas. Sus feligreses militares se aprestaban a gobernar la Argentina a sangre y fuego, con el sostén amoroso de la Iglesia, la cruz junto a la espada en celestial connubio. Grasselli entendería entonces la conveniencia del nombramiento formal que Caggiano le ofreció en 1955 como secretario del Vicariato.
El obispo de Paraná Adolfo Servando Tortolo se hizo cargo del Vicariato y Grasselli permaneció como su secretario. Presidente de la Conferencia Episcopal desde hacía cinco años, Tortolo había mostrado su identificación con los mismos postulados integristas que caracterizaron la labor de Caggiano. Además de Grasselli, Tortolo también heredó al provicario Victorio Bonamín, que había sostenido duras confrontaciones con los obispos más proclives a la puesta al día planteada por el Concilio Vaticano 11 y los documentos del CELAM de Medellín. Cuando los obispos Jaime de Nevares y Alberto Devoto prohibieron que los sacerdotes de Neuquén y Goya oficiaran misas en ceremonias castrenses, Bonamín envió capellanes desde otros lugares del país para complacer a la dictadura de los generales Juan Carlos Onganía y Alejandro Lanusse.
A un mes de la investidura de Tortolo como sucesor de Caggiano en el Vicariato castrense, Bonamín pronunció una homilía ante una formación militar que resonó como una proclama golpista: "Cuando hay derramamiento de sangre hay redención. Dios está redimiendo mediante el Ejército Argentino a la Nación Argentina". Se preguntó si "¿no querrá Dios algo más de las Fuerzas Armadas? ¿Que estén más allá de su función de cada día en relación a una ejemplaridad sobre toda la Nación?", y dijo que formaban "una falange de gente honesta, pura, (que) hasta ha llegado a purificarse en el Jordán de la sangre para poder ponerse al frente de todo el país hacia grandes destinos futuros. Les toca sufrir por lo que los demás gozan. Les toca velar con las armas en la mano los festines de los corruptos".
Convocado por el gobierno, el nuncio Pío Laghi comunicó que Bonamín no expresaba la opinión de la Iglesia. Pero más allá de esa fórmula rutinaria en un diálogo privado no hubo ni pronunciamientos públicos ni sanciones contra la segunda jerarquía de un obispado que dependía en forma directa del Papa y cuyo titular presidía la Conferencia Episcopal. La perspectiva del golpe de Estado se naturalizaba y sobrenaturalizaba.
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