Por Juan Cruz Butvilofsky (*)
De ANÁLISIS
El Municipio de Paraná viene llevando a cabo una campaña de concientización dirigida a las fuerzas políticas para que no coloquen ningún tipo de cartelería política en paredes y espacios que no están asignados a la difusión publicitaria. Si lo analizamos fuera de contexto, es una decisión acertada y a la que nadie se puede oponer: nada mejor que conservar el espacio público sin panfletería desubicada. Pero el contexto no es poca cosa en este caso.
El acceso a los espacios de difusión para las campañas políticas es clave en la disputa del sentido y a la hora de cumplir -o no- los objetivos deseados para los espacios políticos. Poder difundir la imagen de un candidato o candidata con las respectivas ideas de un partido, frente o facción, es muy importante para que la elección del ciudadano sea más democrática.
En ese sentido reguló la demonizada Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual -en sintonía con la normativa electoral- y garantizó que agrupamientos políticos de menor envergadura y patrimonio puedan acceder a espacios en televisión y radiofonía masiva. Sin esa ley que obligaba a los medios a asignar un espacio, probablemente partidos políticos o facciones minoritarias no hubiesen podido darse a conocer a toda esa audiencia, o les hubiese costado un precio elevado para sus finanzas.
Fue un avance pequeño ante esta dinámica cada vez más preocupante que obliga a tener dinero a quien quiere hacer política. Los elevados costos de campaña -y los financiamientos nunca claro de las mismas- son evidencia de que la democracia está recortada y reducida a quienes pueden pagar para ser competitivos.
En esto el sistema es perverso o efectivo, según quien lo mire: excluye a los que no pueden afrontar los gastos. En esta volada, suelen entrar los partidos de izquierda, rehacios a aportes empresarios -por convicción- y sostenidos por el dinero de sus militantes, que habitualmente son asalariados. También caen los espacios minoritarios que buscan disputar poder a los popes de los frentes mayoritarios que cuentan con grandes aportes e incluso los fierros del Estado.
Competir para ellos es imposible.
Ese es el contexto con el que se choca la buena intención de que los carteles sean pegados de manera correcta en los espacios asignados.
Pasa que esos espacios asignados están reservados para quienes pueden pagarlos mejor. No es un criterio democrático, es un criterio de mercado. Por eso vamos a ver más carteles de Sebastián Etchevehere que de Sofía Cáceres Sforza en nuestra provincia, por eso vamos a ver más carteles de Rogelio Frigerio que de Pedro Galimberti ¿O no creen que a Nadia Burgos le parecería mejor aparecer gigante y espléndida en un cartel grande en lugar de toda corrugada y mal pegada en un poste de luz?
Se trata de una deuda con la democracia. La de una norma que garantice un igual acceso a esos espacios que son públicos y los gestionan empresarios privados. Que se reparta a cada agrupación que participe en las elecciones una determinada cantidad de espacios asignados para su cartelería. Si esto no ocurre, no hay pintura con relieve que puedan usar en los postes o campañas de difusión que tengan éxito: porque lo que está en juego es poder mostrar las propuestas que de otra manera no lograrían hacerlo.
Eso hace a la democratización de la democracia: se hace por ley o se hace en los hechos. No se trata de negar que la situación ideal sea la del pegado correcto, se trata de puntualizar que en ese escenario deseado también está incluida la cuestión del acceso igualitario a los espacios.
(*) Periodista