Ahora que estoy lejos, aferrado como puedo a la flor de una higuera inexplicable, pienso en aquel rincón de ternura donde tus manos diseñaban los colores de la gracia.

Recupero la escenografía de una puesta de sol incomparable junto a la banqueta verde, punto de referencia sutil para nuestros encuentros de cada tarde.

Es probable que la madera del monte nativo resista, aún, los embates del verano, y sirva de plataforma extraordinaria para las manos niñas que agitan muñequitos de circo y porcelana.

O tal vez la oportunidad del reposo para los pies cansados del abuelo Roque, que todavía se anima a disipar la niebla, y atropella las nostalgias del camino con su bastón risueño, disimulando las huellas del sacrificio y las arrugas del almanaque.

También me entusiasma la idea que el inmaduro objeto de la habitación en sombras se haya convertido en un puente de complicidad entre dos jóvenes enamorados, que se empeñan en descifrar los apurados intentos de la pasión.

Yo sólo sé que en la rusticidad de su formato, y en la inmutable presencia junto a las ofertas del salón, advirtió nuestros primeros aleteos, escuchó las alternativas fundantes del cariño que hoy perdura en llamas, sobre las suaves cuchillas de la felicidad.

Yo estoy seguro que este mediodía con misterio a cuestas recordará la caricia de los mates compartidos, a la espera del abrazo sin palabras; y de los ojos en llovizna por el beso y la promesa.

Ahora que estoy lejos me imagino otra vez la dicha de tus cabellos, tan cerca de la banqueta verde como mi pecho de tu alma, en el prólogo silencioso del mejor poema que escribiré en tu boca, al regreso de las calandrias tibias.