Martín Gerlo
“Pendejo de mierda, empezá a pensar lo que vas a decir porque te vamos a reventar.” La advertencia erizó a César Román. Ese 16 de julio de 1976, alrededor de las nueve de la noche, personal de la Policía Federal lo interceptó cuando se dirigía a su casa. En medio del desconcierto, alcanzó a mostrarles su documento, pero fue en vano: lo tomaron de los brazos y fue introducido en un Dodge 1500, custodiado por un Ford Falcon verde.
A algunas cuadras de allí, casi simultáneamente, sonó el timbre en la casa de Juan Carlos Changui Rodríguez. Quien insistía para que saliera era José Peluffo, un compañero suyo. Cuando abrió la puerta, se sorprendió al ver que estaba escoltado por dos personas de civil, que le apuntaron con sus armas y los llevaron hacia el mismo Dodge 1500 en que había sido secuestrado Román. El auto era propiedad de Mazzaferri, quien en esa oportunidad estaba acompañado por Julio César Rodríguez, alias El Moscardón Verde.
Horas más tarde, en un procedimiento idéntico, ambos irrumpieron en el domicilio de Juan Carlos Cacu Romero. Lo introdujeron violentamente en un Fiat celeste, que era acompañado por los mismos vehículos que protagonizaron los otros secuestros, a los cuales ya se había sumado el de Víctor Alberto Baldunciel. El plan represivo ya estaba en marcha.
Los estudiantes secundarios de Concepción del Uruguay, todos ellos menores de edad, fueron alojados en la Delegación Local de la Policía Federal. Llegaron golpeados, con miedo e incertidumbre. El Changui Rodríguez, encima, tuvo la certeza de que Peluffo los “había vendido”, y se lo alcanzó a susurrar a Román. (En su declaración testimonial en el marco de la causa, que consta a fojas 500/507, el aludido negó las afirmaciones de sus compañeros.)
Los interrogatorios se efectuaban en forma individual: los sacaban del Casino de Oficiales, junto a un agente que se sentaba en la puerta de acceso al lugar y subía la música funcional que emanaba del aparato ubicado sobre un antiguo mueble, para evitar que se escucharan los gritos. Mazzafferri –hoy prófugo- golpeó a Román con su arma reglamentaria en la cabeza reiteradas veces, y le preguntaba –como haría con todos los detenidos- por la existencia de un mimeógrafo. Fue tan salvajemente agredido en la tortura que perdió un testículo.
Los estudiantes habían decidido enfrentar pacíficamente a la dictadura, imprimiendo unos volantes donde expresaban su malestar, después de que les quitaran dos conquistas: el medio boleto estudiantil y los centros de estudiantes. La reacción de los agentes represivos fue brutal: los secuestraron sin ninguna orden, los sometieron a torturas físicas y psíquicas mientras sus familias los buscaban desesperadamente y, cuando consideraron que ya era suficiente, llamaron a sus padres para darles un “sermón”, como recordaría Baldunciel. Shirmer, Vera y Ceballos –cuyas imputaciones se extinguieron por fallecimiento- les hablaron del marxismo y la subversión. Sólo una vez que se aseguraron haber ejercido el máximo de poder que la situación les permitía, los dejaron ir, saliendo de a uno. Para todos ellos, ya nada volvería a ser igual.
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