Desde la puerta ya se las puede observar. Se encuentran distribuidas en el patio central, bailando al compás de la música. Imitan, no sin torpeza, los movimientos de la maestra. De fondo se escuchan algunas desvencijadas notas folclóricas, castigadas por un radiograbador que ya claramente cumplió su ciclo. Esas nenas de 8 o 9 años ignoran qué es el Estado, la Ley 1.420 y probablemente no sepan bien quién fue Domingo Faustino Sarmiento. Deben saber mejor que nadie, en cambio, dónde falla el sistema educativo. Lo intuyen. Sienten diariamente el frío que se cuela por las ventanas sin vidrios, lo cual ya es suficiente. Tal vez sus movimientos en la clase de educación musical no sean más que una forma de hacerle frente a esa realidad, con alegría.
Alrededor del patio se encuentran las aulas. Las aberturas de chapa se alternan con algunas puertas de madera, casi sin excepción agujereadas, maltratadas y escritas. El revoque de las paredes da lugar a importantes superficies de ladrillo visto y humedad, que parece adueñarse del edificio con la obstinación y la velocidad de una peste. Los baños están siendo refaccionados. No hay indicios, en cambio, de que el resto del establecimiento vaya a correr la misma suerte.
La Escuela Monseñor Abel Bazán y Bustos, ubicada en el Barrio El Sol, ofrece numerosos síntomas de postergación. Ubicada a unas 15 cuadras del centro, durante muchos años estuvo segregada por la cercanía de un arroyo que dificultaba su acceso.
Desde que hace poco más una década las obras de entubación la hermanaron con calle Libertad, no ha podido acceder, sin embargo, a los beneficios que las ciudades suelen vedarles a los habitantes de la periferia. La escuela expresa la realidad del barrio, y por intermedio suyo, la de sus habitantes.
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