Luis María Serroels
Los Tratados Anglo-Argentinos de 1990 “constituyen el Tratado de Versailles que se le ha impuesto a la Nación Argentina. Por la Ley del Vencedor en la Guerra de Malvinas. Por la Ley del Acreedor de la Deuda Externa que nos fraguaron y del Plan Brady que la legitimó”.
El doctor Julio C. González, catedrático en Economía Política y Estructura Económica Argentina en importantes universidades nacionales y autor de numerosos libros, es reconocido como un estudioso permanente de las relaciones anglo-argentinas, tanto en su desarrollo histórico como en su gravitación actual y futura para el desenvolvimiento de nuestro país. El año pasado estuvo en Paraná para presentar su libro Los Tratados de Paz por la Guerra de las Malvinas – Desocupación y Hambre para los Argentinos, del cual extraemos el párrafo que encabeza esta columna.
Desde la primera de sus 330 páginas se comienzan a desnudar las tremendas falacias tras las cuales se oculta la más formidable traición a la patria consumada por “compatriotas” y, peor aún, el destino que le aguarda a nuestra nación merced a tratados que nos llenan de vergüenza y desdoro.
Sirvan estas reflexiones como una modesta introducción a su conocimiento, por tratarse de cuestiones que a todos nos atañen y que llaman a la participación y el compromiso colectivos. Las citas y comentarios que siguen, resultan absolutamente insoslayables. De hecho, nos mueve también el propósito de destacar la valentía del autor en tiempos en que la genuflexión ideológica y la extorsión política imperan entre nosotros.
El libro, ya en su prólogo, menciona un folleto publicado en Londres en 1711 bajo el título Una propuesta para humillar a España, de autor ignorado, escrito al que el doctor Horacio Zorraquín Becú considera como “el primero y más sorprendente anticipo de la política rioplatense de Inglaterra”. Allí se expresa la necesidad de separar la estructura minera del Alto Perú y de Chile de la zona de praderas de Buenos Aires donde se proveía de la carne vacuna para nutrir la fuerza humana empleada en los yacimientos, pero también aislar la zona paraguaya donde se cultivaba la yerba mate, infusión depuradora para el organismo de los mineros por las impurezas absorbidas bajo tierra. Sin carne y sin yerba, menor resistencia al trabajo y mayor declinación productiva. Una ecuación funcional al interés exportador de Londres.
Dicho folleto preparaba las bases para la conquista de América del Sur, ocupar Buenos Aires, crear un ejército de nativos bajo conductores ingleses, cruzar los Andes, arrebatar Chile a los españoles y desde allí proceder a la conquista del Perú, sin perder de vista la ocupación de Venezuela, según nos dice el autor.
¿Pruebas? En 1806 el general británico Guillermo Carr Beresford ocupó Buenos Aires. Como señala Roberto Marfani en su obra Las Invasiones Inglesas, estos vulgares invasores no actuaron por cierto como gentlemen en viaje de turismo, sino que asesinaron y violaron mujeres y hasta niños, saqueando todo cuanto tuvieron a su alcance. Inconcebible resultó la lenidad y falta de reacción de las autoridades españolas, que fue resuelta por un ejército de criollos e indios (¿verdadero antecedente de nuestro ejército nacional?) que, con santa indignación, derrotaron a la piratería hasta obligarla a capitular.
Pero junto a esta gran victoria, rodeada de valentía y heroísmo, comenzaba también “el primer acto de gigantesca corrupción”. ¿Cómo fue tal cosa? Muy simple. Al firmarse la capitulación, se permitió que los buques de los ingleses invasores regresasen pero sin restituir el Tesoro de la Real Hacienda, que ya había sido robado y cargado en las bodegas del navío Narcisus y después paseado sobre ocho carros por las calles de Londres (cada uno transportaba cinco toneladas de pesos plata). El virrey Cisneros, para reponer la pérdida que dejó exhausto el fisco y recaudar impuestos para recuperar el desastroso estado del erario, abrió el puerto de Buenos Aires a los productos británicos, con la condición de abonar gravámenes por adelantado.
Fue un libre comercio tan particular, que los términos del intercambio terminaron siendo desastrosos: el valor metálico de un buque de mercadería importada fue equivalente al valor metálico de 12 buques con cueros y sebo de estas tierras. En poco tiempo, los británicos no sólo absorbieron la producción total de esos rubros, sino que se adueñaron del metálico que aún quedaba en plaza, sumado a lo que se robaron en 1806. Allí se inició el arribo y afincamiento de fuertes mercaderes ingleses, encabezados por Alexander Mackinnon, y sus intereses comenzaron a gravitar sobre los ingenuos funcionarios españoles y militares criollos. Cómo habrá sido, que Cisneros los terminó expulsando el 19 de mayo de 1810.
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