Las alegres andanzas del despropósito

Edición: 
658
Reflexiones de cierre

Luis María Serroels

Raros, muy raros estos tiempos que corren, en los cuáles se ha llegado al absurdo de que la víctima de un robo deba pactar con el ladrón la readquisición de los bienes legítimamente suyos que le fueran sustraídos. El hecho de que quien responda al llamado del pobre timado argumente ser tenedor secundario por pertenecer a un negocio de compraventa, no cambia la historia ni atempera su responsabilidad, porque la exigencia o no de documentación o aporte de datos convincentes, probatorios de la propiedad de cuanto se ofrece a la hora de vender cualquier elemento usado, es lo que diferencia la actividad honesta de un comerciante de la otra, la ilegal de un vulgar reducidor.

Pero el agobio y la fatiga moral del ciudadano que, tras obtener bienes como producto de sus esfuerzos laborales o negocios lícitos se enfrenta con el salvajismo de los mafiosos, termina por conducirlo a alternativas alejadas de la formal denuncia policial o judicial, pero que al final le proporcionan un mejor resultado.

En este cine del revés, donde el villano no se cansa de abofetear a John Wayne, los ladrones, asaltantes, arrebatadores, secuestradores y reducidores, accionistas de la variada gama de la empresa Malandraje SA, se enseñorean cada vez más, cobijados en la falta de efectividad de los organismos encargados de proteger la seguridad colectiva. El camino elegido días pasados por un ciudadano, de hecho que no debería ser normal y menos convertirse en regla, pero...

Este caso citado, que no es único porque a diario se recuperan motos previas transacciones con el ladrón, no es desdeñable como alerta, porque existen numerosas causas que se inician "contra autores desconocidos", sentencias que más parecen responder a la protección del victimario y no su víctima y expedientes que naufragan por traspiés investigativos o errores procesales que les vienen de perillas a los que vulneran las leyes. No debe omitirse que en muchos casos en que se identifica y detiene al delincuente, ello no siempre significa la recuperación del botín.

El castigo penal no resarce al damnificado por aquello que es legítimamente suyo y, como viejo estigma de nuestra Justicia, mucho antes de que la víctima logre resolver la reposición de sus bienes arrebatados por la rapiña, el sinvergüenza ya ha vuelto a la calle para seguir robando alegremente.

Otro despropósito es lo que acontece con los dinosaurios de cierta política rechazada por la gran mayoría de los ciudadanos. A la triste historia construida por funcionarios y legisladores que, a través de fondos hábilmente direccionados se alzaron -cajero automático de por medio- con jugosas sumas extra para aceitar la sanción de una ley, se agregan ahora revelaciones capaces de ruborizar al más fogueado.

En aquella oportunidad y como lo afirma Marcelo Mendieta (h) en su libro El Soborno (La historia que nadie contó), se trató de "costumbres usuales en la política criolla, sean legisladores de una u otro ala del Congreso, o funcionarios de cualquier otra rama nacional, provincial o municipal: negociación y trueque de leyes por prebendas del gobierno de turno (Aportes del Tesoro Nacional, subsidios, nombramientos en órganos del Estado, etcétera) para financiar las actividades partidarias (...) Tales enjuagues pueden ser moralmente condenables; en sí mismos no constituyen delitos", subraya.

No deja de sorprender, dice el autor, que miembros importantes del Senado hayan desfilado por los tribunales de Comodoro Py y en cambio no ocurrió lo mismo con diputados tras haberse debatido leyes polémicas y sospechadas, sin despertar curiosidad mayor en abogados y magistrados.

Y en un capítulo muy jugoso, Mendieta aborda los acuerdos a que se veía obligado Fernando de la Rúa con una oposición con quórum propio en la cámara alta, para sancionar leyes clave. La bancada del justicialismo era conducida por el entrerriano Augusto José Alasino, considerado principal interlocutor del gobierno y cuyo bloque operaba con marcada autonomía, dominando los secretos y las flaquezas del poder. "Podían hacer lo que querían y abusar de su condición sin rendir cuentas a nadie...", sostiene el autor del libro.

(Más información en la edición gráfica de ANALISIS de esta semana)

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